El cuencano Dr. Édgar Rodas Andrade, uno de los cirujanos más destacados del siglo XX de nuestro país, falleció la semana pasada. La clase médica ecuatoriana y la academia están de luto. La Universidad de Cuenca y la del Azuay, en las que ejerció la docencia, deben recordarle como el maestro exigente, “liberal y limpio” (como exigía Marañón) que hizo de su cátedra un ejemplo de cómo también en los países periféricos es posible transmitir conocimientos y prácticas actualizadas, vigentes en el mundo desarrollado. El Dr. Rodas Andrade fue de los primeros que utilizó entre nosotros las cirugías laparoscópicas y las tiroidectomías “casi totales” en los casos de cáncer de tiroides. Esto último pude apreciarlo en pacientes operados en Cuenca con una maestría equiparable a la que se practicaba en el Hospital de la Universidad de Chicago, cuya Unidad de Tiroides es un paradigma internacional.
Édgar Rodas, cirujano de grandes atributos, a más de ser un hombre de bien que ennobleció la profesión médica. Fue quien por largos años, en un vehículo en el cual acondicionó un quirófano con los elementos indispensables, fue recorriendo por caminos imposibles, a manera del Quijote por los campos de Montiel, comunidades olvidadas de la mano de Dios y de los hombres, en el plan de practicar cirugías no tan menores, que salvaban vidas, portentos a los que no llegaba la sabiduría de la medicina ancestral.
De formación norteamericana, el Dr. Rodas, con criterios clínico quirúrgicos bien cimentados, guiado más por ‘facts’ que por inciertas experiencias locales. Vino casado con una enfermera norteamericana. Pareja ideal y no solo en lo profesional. Édgar fue un hombre afortunado, de los poquísimos que dan con la otra mitad de la leyenda griega. Tres hijos a los que vino a sumarse un niñito shuar, abandonado, a quien el Dr. Rodas encontró en uno de aquellos recorridos. Se le acercó. El niño le tendió las manos, ¡papá!, ¡papá! Gesto que a nuestro colega le conmovió hasta las lágrimas. Le adoptaron. Familia completa.
Para mi padre y para mí, nuestros colegas cuencanos fueron y son los más próximos a nuestros afectos, comenzando porque supimos ponderar en ellos su dignidad, su cultura, ese su señorío que les lleva a generosidades de otros tiempos. Algunos de ellos, como Rodas Andrade, descendientes, creo yo, de aquellas nobles estirpes mediterráneas que llegaron a América y se afincaron en el sur del actual Ecuador, dándole a la nacionalidad ecuatoriana el complemento que le hacía falta, el que alude a la cultura, ese afán colectivo por hacer del libro, de las letras, expresiones de nuestra identidad.
Redoble por Édgar Rodas, mi amigo y colega. Que tales latidos del corazón, aprecio y afecto, lleguen a la memoria ya lejana del ilustre cirujano Humberto Cazorla, también cuencano, amigo y colega de mi padre.
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