Cuando se habla sobre la inequidad social, que ensombrece al mundo desde hace siglos, las posiciones van desde la demagogia discursiva hasta la hipócrita tendencia del doble discurso. Y pasan por la resignación fatalista que se refugia en supuestas verdades reveladas: “pobres habrá siempre” o en consuelos de bienaventuranzas que anuncian que el reino de los cielos será de los pobres y que los que tengan hambre y sed de justicia serán hartos (hartos, en el sentido de satisfechos y no del hartazgo de ser eternamente maltratados y marginados en el reino de la tierra).
Todos sabemos que los países tienen problemas internos, a veces muy graves y difíciles de resolver. Y que debido a la falta de recursos, en algunas ocasiones, o a una gran riqueza natural, que tienta a los poderosos locales y a los foráneos a despojar, en macabra cadena, de las potenciales ventajas que podrían brindarles esos recursos a los que menos tienen, se ven enfrentados a la pobreza y el subdesarrollo. En otros casos, la corrupción administrativa, las guerras fratricidas, los choques violentos por racismos, contiendas religiosas o atavismos arraigados por siglos de violencia, producen períodos prolongados de malísimas condiciones para las mayorías. Crear pobreza es un crimen, y el crimen no paga.
El peor negocio que puede hacer la humanidad es apostar al sometimiento de millones de seres humanos que, muchas veces, hartos de soportar tantos males estallan en un odio y resentimiento nada propicios para una medianamente pacífica convivencia.
Millones de indigentes que contraen enfermedades infecciosas de fácil contagio son una bomba de tiempo que, de tanto en tanto, estalla en el seno de sociedades prósperas, que de golpe se enfrentan a epidemias muy difíciles de dominar. Todo lo que se haga para la salud pública es poco, en eso no se debería ni ajustar para que “cierren los números” porque cuando la peste se propaga no hay números que valgan y el precio que hay que pagar es altísimo.
Las sociedades se rasgan las vestiduras, los gobiernos se culpan unos a otros: “¡Fue por culpa de las administraciones anteriores!”, exclaman los de turno. Mientras, los acusados se lavan las manos.Nada podemos hacer desde el llano más que protestar y pedir sensatez.
Miles de organizaciones humanitarias dejan la piel en la lucha contra las condiciones adversas en las que gran número de países y regiones del mundo se debaten. Sin embargo, a todas luces, resultan insuficientes y, para mayor irritación e indignación, cada día se destapan en muchos países despilfarros, corrupciones de todo tipo y robos con guante blanco que benefician a grupos privilegiados. Solo, muy de tanto en tanto, reciben el castigo que merecen.
Todos sabemos de la existencia de los cuatro jinetes del Apocalipsis, pero hay que tenerle más miedo al quinto que es ni más ni menos que la indiferencia. El descuido de los que gobiernan el mundo, más atentos a supremacías y ambición de poder que a salvaguardar la salud al aprovechar los adelantos científicos, es inaceptable.
Enrique Pinti
La Nación, GDA, Argentina