Año nuevo, vida nueva. Este año voy a ahorrar para comprar una casa. Espero pagar todas mis deudas en este año. Te prometo que este año nos casamos. El año venidero será el del afianzamiento de una nueva democracia”. Etcétera, etcétera… Cada año se repite lo mismo.
Llegamos al final de un año y nos proponemos hacer en el próximo todo lo que no fuimos capaces de hacer en el que se acaba. Y sabemos que al cabo de un año se repetirá la misma situación: será el momento en que reconocemos nuestros incumplimientos, nuestros fracasos, nuestras derrotas, nuestras deserciones. Pero el próximo año sí que seremos obstinados, cumplidores, victoriosos.
¿Qué poder, qué creencia, qué flaqueza es la que nos mueve a identificar lo malo con el pasado y lo bueno con lo por venir? Algunos lo llaman optimismo; otros, responsabilidad; otros, en fin, esperanza. Yo le llamo testarudez.
Es disfrazar nuestra conciencia para evadir nuestras limitaciones con la ilusa convicción de que el futuro, simplemente por ser futuro, nos traerá todos los logros que no hemos podido alcanzar con nuestras propias fuerzas. “Cada guagua viene con la palanqueta bajo el brazo” es una expresión popular que se repite cuando se anuncia el próximo nacimiento de otro hijo en el momento en que la economía familiar se encuentra más escuálida. Es decir, el padre no piensa que es él quien debe traer el alimento a su casa: por el contrario, espera que sea el mismo niño aún no nacido quien se encargue de traerlo. Será ese nacimiento el que, por arte de magia, logrará que aparezcan las oportunidades fabulosas, que la decisión del banco sea favorable o que las fuerzas adversarias cometan un gravísimo error que les llevará a la derrota.
Yo no sé si este fenómeno será consustancial con la especie humana; sé solamente que desde tiempos tan remotos que se pierden en la nebulosa del pasado, los pueblos de todos los rincones de la tierra han concedido un especial poder al paso de la naturaleza de un estado a otro.
Mucho antes de que se tuviera conocimiento de los movimientos de la Tierra, los solsticios y los equinoccios, aparejados a los cambios del clima, fueron objeto de las más diversas explicaciones, muchas de ellas poéticamente bellas, y se formó la convicción de que esos cambios influyen de tal manera en el ser humano, que se convierten en heraldos de la felicidad o la desdicha. Y aunque la realidad de la vida ha contrariado tales ideas, ellas se afianzaron cada vez más en la conciencia colectiva.
Pero la realidad es menos poética que esas explicaciones.
La verdad es que el cambio del calendario no representa por sí mismo ningún cambio en nuestra vida, y que el futuro será la reproducción del pasado si no hacemos algo por construirlo con nuestros propios recursos. No es el tiempo, por solo ser tiempo, el que traerá fundamentos para nuestros proyectos y soluciones para nuestros problemas o conflictos, sino nuestra voluntad de resolverlos y nuestra inteligencia para elegir los medios adecuados.
ftinajero@elcomercio.org