En términos generales, dos han sido las tendencias dominantes en las interpretaciones de la cultura en nuestra América: por una parte, es notoria la presencia de una corriente que podría llamar ‘culturalista’, cuyo fundamento se encuentra en los estudios antropológicos desarrollados en nuestro continente desde hace medio siglo; por otra, la de corte ‘político’, que proviene casi siempre de las doctrinas sociales del marxismo.
La primera corriente, en la que se incluyen estudios que no siempre coinciden en sus presupuestos, ha manejado de manera persistente un sistema categorial integrado por conceptos que suelen presentarse en estructuras binarias de carácter contradictorio: “originalidad” versus “imitación”; “autenticidad” versus “inautenticidad”; “humanismo” versus “cientificismo”. En la segunda corriente, en cambio, suelen manejarse conceptos que apuntan sobre todo a las relaciones de la cultura y el poder: “colonialismo”, “dependencia”, “subdesarrollo”, opuestos a “decolonialidad”, “soberanía”, “desarrollo”.
En principio, no hay contradicción entre estas dos series de conceptos. Al contrario, es posible encontrar cierta correspondencia entre algunos de ellos: los conceptos de “imitación” e “inautenticidad”, por ejemplo, pueden acoplarse fácilmente con los de “colonialismo” y “dependencia”. Es admisible, por lo tanto, postular la posibilidad, e incluso la conveniencia de establecer tales correspondencias, con vista a la construcción de teorías interpretativas que permitan una mayor comprensión de la cultura en nuestro continente, y también, por supuesto, la concepción de políticas culturales que dispongan de una base teórica de mayor solidez para fundamentarse.
Pero las cosas no son tan fáciles. En primer lugar, todas estas categorías, independientemente de la fuente que las inspira, son susceptibles de una crítica profunda por la sencilla razón de que ningún dogma es válido en ningún campo, y menos en el del conocimiento. En segundo lugar, hay que tener cuidado de que la apariencia positiva de algunas de ellas no escondan peligros difíciles de sortear. El concepto de ‘originalidad’ ha dado lugar muchas veces a la aparición de movimientos reivindicatorios de las culturas vernáculas, de los cuales se han seguido políticas nacionalistas muy próximas al fascismo y de espaldas a las necesarias aperturas hacia la integración e incluso al internacionalismo que proclamaban las viejas doctrinas socialistas.
Es necesario, en consecuencia, hacer un esfuerzo por lograr una plataforma conceptual menos frágil que las empleadas hasta ahora. Para empezar, es necesario abandonar la tendencia a concebir la cultura como un objeto compacto, siempre igual a sí mismo, que está allí, como una realidad concreta en un mundo de realidades. No. “La” cultura no existe; lo que existe son prácticas sociales de expresión y simbolización de lo real. Prácticas que no están divorciadas de todas las demás prácticas productivas que dan vida a la sociedad.
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