El político populista es como el personaje del lobo feroz en el cuento de la Caperucita Roja. No tiene empacho para mentir, engañar o disfrazarse de lo que sea necesario con tal de conseguir su objetivo.
Así como el lobo se vistió de abuelita para intentar atraer a la niña de traje rojo y engullirla, de igual manera el populista se coloca la etiqueta de izquierda o derecha política, según convenga, para lograr el voto popular y llegar al poder o mantenerlo.
Puede también mostrarse como la figura amable, humana, sensible con las necesidades de la población. O también como el estadista, el mejor preparado por su experiencia para dirigir un país.
Pero no le importa, una vez en el poder, cumplir con sus ofertas de campaña; la entrega de casas gratis, quitar el subsidio de los servicios básicos o que las familias puedan acceder a educación de calidad sin tener que pagar un centavo.
El populista gobierna para sí mismo y su entorno cercano. Por eso se ha convertido en uno de los mayores males de la democracia en la Región. Aunque gracias a un aparato propagandístico que construye logre vender una idea diferente.
Responsabilizan de los males y sus errores a los opositores o a quienes se atreven a denunciar las irregularidades.
Usan la distracción como estrategia política. Enfrentan a las personas marcando fronteras entre ‘pueblo y no pueblo’, ‘ricos y pobres’, ‘la oligarquía y la gente de a pie’. Es en ese contexto de polarización donde logra construir la imagen -siempre alrededor de un líder carismático- del representante de ese pueblo; el mesías capaz de salvarlo y resolver todos los problemas de la población.
Las campañas políticas, como la que actualmente se desarrollan en Ecuador, son los escenarios más oportunos para identificar a los populistas. Llegan con un abanico de ofertas bajo el brazo. Pero es la gente, finalmente, quien con sentido crítico puede castigar o no en las urnas a esos lobos vestidos de abuelitas.