Página para el amigo ausente

Abierto y hospitalario, el Ecuador es un país que siempre ha sabido acoger al extranjero con notoria simpatía; por contraste inexplicable, ha sido también muy avaro para reconocer a sus propios valores. Los del deporte, ciertamente, han logrado ya recibir el trato que merecen; no así los de la cultura, que muchas veces han empezado a ser reconocidos solamente cuando el prestigio ganado más allá de sus fronteras lo ha hecho inevitable.

Tal es ahora el caso de Bolívar Echeverría, de cuyo prematuro final se cumplirán cinco años precisamente mañana, cuando el Ecuador deberá conmemorar el comienzo de la Revolución Alfarista, de la cual solo va quedando algún recuerdo en los libros y en los discursos de circunstancias. Afincado en México durante muchos años, sencillamente porque su propia patria nunca pudo hacerle un sitio digno para su trabajo intelectual, Echeverría alcanzó el título de profesor emérito de la Universidad Nacional Autónoma (distinción que muy pocos pueden obtener) y al morir recibió como tal los homenajes de rigor en esa casa de estudios, una de las mayores de América.

Sus alumnos, y también quienes lo habían sido en los años anteriores, rodearon el féretro y aplaudieron por más de 10 minutos: quizá nadie ha podido recibir nunca una ovación semejante. Más aun, en la misma Alemania, que fue la cuna de la metafísica moderna, muchos centros universitarios le invitaron en forma reiterada, y a veces participó en diversos actos académicos (debates, mesas redondas y esas cosas), en igualdad de condiciones con personajes de la talla de Habermas. Su nombre es ahora señalado en los estudios especializados como uno de los mayores filósofos contemporáneos que ha producido nuestro continente.

No obstante, Bolívar Echeverría es aún desconocido en el Ecuador. Apenas en algunos medios académicos se conoce parte de su obra, y no siempre con la profundidad que demanda su rico pensamiento, centrado en la crítica de la modernidad capitalista.

Su larga reflexión, que comenzó en un estudio minucioso del pensamiento de Marx, fue sin embargo mucho más allá, ajeno a todos los dogmatismos y distante de todas las capillas.

Creo no equivocarme si escribo que sus propuestas teóricas abren la posibilidad de pensar un mundo diferente al que hemos heredado y estamos a punto de dejar a nuestros hijos: este mundo de inequidades y absurdos, en el cual el hombre enajenado se ha vuelto contra su propio hábitat en una búsqueda desaforada del tener y consumir.

Echeverría no fue, sin embargo, un moralista: la suya no fue una prédica que vaya en pos de los viejos valores que a veces se invocan para sustentar el rechazo al mundo del consumo. Al contrario, fue un esfuerzo gigantesco para ir más allá de los límites doctrinales conocidos.

Tuve la suerte de ser su amigo desde la adolescencia hasta su muerte: no me avergüenza decir que le debo no solo un homenaje, sino la parte medular de mis ideas.

ftinajero@elcomercio.org