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El Papa y mi amigo Juan Esquivias

La noticia fue que el papa Francisco, antes de su visita a Ecuador, Bolivia y Paraguay, viajará a Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, con una voz de reconciliación entre los pueblos que formaban parte de Yugoslavia hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Bosnia-Herzegovina era, y continúa siendo, un enclave musulmán en Europa, lo que quedó del Imperio Otomano en sus conquistas hacia el occidente cristiano.

Fue con el Mariscal Tito, a la cabeza del Partido Comunista, que croatas y serbios, de mayoría cristiana ortodoxa o católica romana, vivieron en relativa paz con el pueblo bosnio de lengua árabe y credo mahometano, y un acervo cultural impresionante.

Cuando explotó Yugoslavia, los extremistas de Croacia y Serbia creyeron llegado el momento de liquidar la presencia de los bosnios de territorios que la memoria ancestral mantenía como que habían sido usurpados por los turcos. Fue un genocidio lo que ocurrió en Bosnia-Herzegovina. Las furias del infierno desatadas sobre un pueblo por quienes se decían cristianos.

Cuando esto ocurría escribí un artículo en EL COMERCIO que lo titulé “Culturicidio”. Una bomba lanzada por los serbios dio en el blanco: la famosa biblioteca de Sarajevo, siglos de una extraordinaria herencia cultural, en humanidades y en ciencias quedó en escombros.

Como nuestro papa Francisco sí es un buen cristiano llega a Bosnia-Herzegovina con unmensaje de paz entre los hombres de buena voluntad, independientemente de la religión que profesen.

Tal noticia trajo a mi memoria el portento del que fui testigo. Juanito Esquivias, jesuita español, fue primero mi paciente y a poco mi amigo del alma, con quien podía conversar inclusive de temas sobre los que razones no me faltan y hubieran sido motivo para que el Santo Oficio me enviara primero a la hoguera y luego al averno.

Según me contaba, Juan era descendiente de una familia de judíos sefarditas conversos, en la fe católica por siglos. De una enorme cultura, mi amigo; y lo que son esos genes misteriosos resultó un hebraísta de reconocido prestigio, en el mundo de los estudios bíblicos.

Un día me llama al consultorio. –Ven a verme, en la residencia, inmediatamente. –Juan, primero es la obligación, estoy trabajando. – ¡Te digo que vengas! En minutos estuve en la Universidad Católica, de ahí a Guápulo. En una de esas casitas de una sola planta, con la habitación principal a la calle, cocina y patio diminutos, agonizaba un viejo judío, sobreviviente de todos los holocaustos y diásporas posibles. Yo en un rincón, como invitado de piedra.

El jesuita Juan Esquivias, puesto el solideo, en hebreo, con la Torá en mano y ese movimiento de la cabeza característico, le ayudaba a bien morir a quien se había mantenido en la fe de Abraham y de Isaac, y llegaba a las puertas de la eternidad en paz y amparado en su fe.

rfierro@elcomercio.com