Primero fue el culto a Alfaro, padre del Estado laico. Luego vino el endiosamiento del Che Guevara, ateo y marxista de armas tomar. Ahora es de buen ver que uno exhiba sus raíces curuchupas y se tome fotos con el Papa. O, por lo menos, se identifique con él.
Yo, exalumno de las monjas oblatas y de los curas salesianos (madres y padres de mi profundo agnosticismo), no quiero quedarme atrás, pero como nadie me ha invitado a viajar gratis a Roma, me limito a narrar mis fugaces contactos con un anterior Jefe del Estado Vaticano, quien combatía a la Teología de la Liberación y predicaba la abstinencia sexual hasta el matrimonio, pero no castigaba a los curas pederastas.
Corría el año del Señor de 1980 y vivía yo en París en calidad de mochilero, comiéndome la camisa. Un día me avisaron que había una chaucha: llegaba Juan Pablo II y necesitaban gente para vender unos fascículos sobre su vida. Haciendo de tripas corazón me puse una chompa azul del Journal du Dimanche y me aposté en una concurrida estación del Metro a ofertar ‘la vie du pape’ en mi modesto francés. Hasta hoy recuerdo el rostro de fastidio con el que reaccionaban las y los parisinos. Para agravar mi desazón, asomó uno de los pocos ecuatorianos que me conocía allá. “¡Epa, Pablito, el diablo vendiendo escapularios!”, se burló, pero me ayudó amistosamente a mostrar el fascículo con la foto papal.
El resultado fue que no vendimos ni un folleto porque la mayoría de los franceses andaba en otro patín y la recepción al Papa, con Notre Dame y todo, no pasó de ser un evento más, aunque el país estaba dirigido por Giscard D’Estaigne, católico, pero un católico republicano que cinco años atrás había aprobado la despenalización del aborto aduciendo que, no obstante sus convicciones personales, era el presidente de un Estado laico y eso es lo que correspondía hacer.
Tiempo después, en Roma, una colombiana me llevó a ver títeres en el parque de una de las siete colinas de la Ciudad Eterna. Era domingo tipo 6 pm y como ella tenía que ir a su trabajo de mesera en un bar que quedaba en otra dirección, me indicó el sendero por el que debía bajar hasta la parada del bus que me conduciría al hotel. Pero me perdí entre los árboles y fui a dar ante un túnel de una autopista que viene de Castel Gandolfo.
Empezaba a asustarme pues no había un alma, cuando se cumplió aquello de que Dios escribe recto con reglones torcidos. De pronto asomaron dos motociclistas seguidos por un largo carro negro en cuya ventana posterior distinguí ni más ni menos que al Pontífice que volvía de su castillo de verano. Creí que me miraba y saludé. Mentiría si digo que me respondió.
Luego, cuando Juan Pablo II aterrizó en Quito, sentí el mismo fastidio que los parisinos pues su influencia espiritual y su anticomunismo daban un espaldarazo a Febres Cordero, un presidente abusivo que no respetaba la libertad de expresión y metía la mano en la Justicia.
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