Después de la vida, la libertad es el bien más preciado por los seres humanos. Quienes perdieron ese derecho por una razón u otra y lo recuperaron con el tiempo, se han convertido en las voces de aquellos que permanecen encerrados por decisiones judiciales injustas, por procesos viciados o por cuestiones políticas en las dictaduras que asolan el planeta.
Hace unos días tuve la oportunidad de conversar con Johnny Hincapié, un colombiano que en 1990 fue acusado de complicidad en el asesinato de Brian Watkins en una de las estaciones del metro de Nueva York, y, posteriormente, fue sentenciado y encarcelado por la justicia estadounidense durante veinte y cinco años. El día del crimen, Hincapié, que tenía 18 años, había salido de fiesta con un grupo de amigos. En la estación en la que él se encontraba, unos pisos más abajo, dos muchachos jóvenes asesinaron a Watkins al intentar asaltarlo. Los policías encargados de la investigación apresaron a varias personas que, según los testimonios, habían estado cerca del lugar. Una de esas personas fue Hincapié, a quien sometieron a largos interrogatorios, torturas y amenazas hasta arrancarle una confesión. A pesar de que los autores materiales del crimen, un ciudadano de origen peruano y otro afroamericano de nacionalidad estadounidense, en sus respectivas confesiones aseguraron que el joven colombiano no había participado en el crimen, el sistema judicial del Estado de Nueva York lo condenó y lo encerró en una de sus prisiones.
Los recuerdos de Hincapié sobre su vida en aquel centro de reclusión son una suerte de pesadilla prolongada. Llegó allí siendo casi un niño, lleno de temores, y salió convertido en un hombre que alcanzó una carrera universitaria, el respeto de los demás reclusos y una meta muy clara en el horizonte: luchar por los demás detenidos injustamente en aquel sistema judicial que se precia de ser uno de los mejores del planeta, pero que adolece de vicios graves como la corrupción, la politización de la carrera judicial de fiscales y, sobre todo, el racismo y la xenofobia que han marcado el destino de casos renombrados como el del ecuatoriano Nelson Serrano o del español Pablo Ibar, que aún se encuentran en prisión; o como el de los cinco jóvenes negros de Central Park, que son parte de más de dos mil quinientas personas que han sido liberadas al comprobarse su inocencia en los últimos treinta años. Dice Hincapié que el día de su liberación fue el más feliz de su vida. Después de veinte y cinco años, volvió a ser parte de una sociedad que había cambiado demasiado, pero que de todos modos le resultaba esplendorosa.
Hoy, Johnny Hincapié está casado y tiene dos hijas. Es un hombre feliz y se encuentra realizado, pero no olvida a los que se quedaron entre las rejas. Trabaja para ellos en proyectos de inocencia. En sus charlas cuenta su historia con la esperanza de que algún día las cosas cambien, pero, especialmente, de que sean liberadas todas las víctimas de la injusticia.