La eterna juventud

El Tiempo, Colombia, GDA

Hace poco viví un desagradable incidente con una persona a la que conocía desde hacía muchos años y no fui capaz de reconocer 10 años después de no verla. En fugaces instantes de duda, me parecía conocida. No habló. Si lo hubiera hecho, la habría reconocido por la voz.

Supe por una tercera persona que la mujer que había encontrado el día anterior, de labios abultados, espléndidos pectorales, cuello liso, escasas arrugas y ojos desmesuradamente abiertos, era una amiga que ahora no bajaría de los 60. Se quejó de mi arrogancia. “Ni siquiera quiso saludarme”, le dijo al amigo común.

La cosa era más sencilla y al mismo tiempo terrible: no la había reconocido. Desde entonces, cuando tengo la vaga impresión de estar ante una conocida que se ha rejuvenecido de manera ostensible, busco fórmulas de cortesía y cumplidos que demuestren dos cosas: que la he reconocido y que no me he dado cuenta de la reingeniería estética que la hace parecer más joven de lo humanamente sustentable.

La ciencia está satisfaciendo por fin, a su manera y con resultados sorprendentes, el mítico sueño de una juventud eterna, pero como son pocos los desafíos a la naturaleza que no tienen efectos secundarios, la ciencia no ha podido evitar los efectos monstruosos que producen intervenciones quirúrgicas e implantes, los errores de los especialistas cuando han pretendido corregir una y otra vez los “errores” de la naturaleza.
Las noticias no lo registran, pero deben de ser muchas más las muertes causadas con el propósito de corregir en el quirófano los “errores” de la naturaleza. La tendencia no decrece; aumenta. Y ha creado una industria fabulosa o miserable de especialistas afamados o carniceros de barrio.

No sé si se ha medido el alcance de esta moda en la salud pública, pero, de seguir prosperando la necesidad artificial de agredir el cuerpo con la intención de perfeccionarlo, los daños van a ser monumentales y casi epidémicas las víctimas mortales de un mercado de la belleza más clandestino que formal.

Cuando volví a ver a la amiga que no pude reconocer le presenté mis excusas. Las aceptó con una sonrisa. “¿Cómo me ves ahora?”, me preguntó. “¡Irreconocible!”, le dije.

Vista en comparación con la atractiva cuarentona que conocí hace 20 años, la de ahora era una mujer, en apariencia joven, pero de mirada marchita, de formas exuberantes, pero de una vulgaridad exhibicionista. Pensé que la mujer de 60 años, despreciada como mueble viejo, se sentía desterrada por la joven de 40 que salió airosa e irreconocible del quirófano.

Me intriga el diálogo cotidiano ante el espejo del cuerpo sometido a drásticas rectificaciones. El diálogo del antes y el después es asunto fundamental en la “filosofía del tocador”. ¿Se cambia de identidad mental cuando se cambia de identidad física? ¿Cómo se adapta un ser humano a la diaria costumbre de mentirse?

Suplementos digitales