A partir de la caída del Muro de Berlín el mundo cambió. Filósofos y pensadores coincidieron en que este episodio fijaba el punto de mayor inflexión de todas las épocas. Trastorno del tiempo histórico. Mundialización.
Comienzo de una nueva era. La realidad corre como un vértigo que obnubila la capacidad humana. No es posible ni siquiera imaginarla, menos conceptualizarla. Precipitación. Todo se tornó efímero, fugitivo, ‘líquido’, aboliendo lo definitivo, si alguna vez algo lo fue. En múltiples ocasiones he recurrido a tema tan perturbador a riesgo de ser iterativo. Pero los acontecimientos que continúan ocurriendo a partir de este hecho me conminan a tratarlo una vez más.
Se demolió el marxismo como régimen ejecutor: arraigo y circulación de postulaciones en establecimientos y sociedades y el ‘estado de bienestar’ fue remecido en sus fundamentos. Este formidable acontecimiento fue calificado como ‘cambio civilizatorio’. En algunos países latinoamericanos -¿la nueva izquierda?: pasadista y novelera, insistió en resucitar un cadáver bajo ropajes caudillistas. ¿En qué postulaciones se apoyaron?: más que en la teoría del socialismo del siglo XXI de Heinz Dieterich Steffan, o las ‘predicciones’ de Thomas Piketty, en el ocaso de las instituciones tradicionales ocurrido a partir de los noventa del siglo pasado: Estado, iglesias, democracias, fuerzas armadas, partidos políticos, sindicatos, intelectuales…
El populismo siglo XXI cabalgó por algunos países de nuestra América en la época de mayor bonanza económica de su historia y sus resultados fueron un amasijo de frustraciones, corrupción y vocinglería: caos. Todo hace suponer que está en sus estertores. Líderes y lideresas deificados. Únicos e irremplazables. Fabricantes de verdades, sofistas -el sofisma dista abismos de la filosofía, así como el populismo de la democracia-. Dilapidadores del erario público: están convencidos que es de su propiedad y fungen de redentores que sacrifican sus bienes personales esparciéndolos con frenesí. Hacedores de enemigos (paranoicos embozados o no). Ilusionistas convertidos en presentadores de la política espectáculo. Ritualistas expertos en atolondrar con propaganda a los pueblos.
Estos aberrantes personajes son de antigua data. Los demagogos, según los socráticos, vendrían a ser los padres del populismo (Weber). Cuando el demagogo devenía general se mutaba en tirano. Lo propio el populista. Odia la palabra porque sabe (o alguien le ha convencido) que esta hiere, asusta, nulifica, vence. Por eso, uno de sus primeros ejercicios es tratar de acallarla por cualquier medio. La crítica no existe para ellos sino como un engendro del mal y ellos encarnan el bien supremo. Viven cautivos de sus delirios, pero ‘el hombre es un ser condenado a ser libre’ (Sartre). No creen en el fin, pero algún día se van –patéticos y solitarios-, dejando un legado de rupturas y desvínculos, humo, nada, salvo las fortunas de los roedores que medraron a sus pies y la de ellos y su descendencia.
Columnista invitado