Aunque sea trillado aquello de Bertold Brecht que dice: “ Hay hombres que luchan un día y son buenos, otros que luchan un año y son mejores, y los que luchan toda la vida… esos son los imprescindibles”, parece oportuna a la hora de recordar a quienes se ha visto luchar toda la vida, con entrega absoluta a los demás. Gonzalo López Marañón era uno de los de esa especie: los imprescindibles.
Al menos, en lo que tiene que ver con la historia amazónica, la figura de Gonzalo López, no el obispo, sino el ciudadano, es imprescindible: a él y a sus hermanos, los carmelitas, Sucumbíos les debe mucho de lo que son hoy en día. Su amplia y cálida sonrisa, la ausencia de poses, la permanente inquietud por los problemas sociales, la ilusión de servir, la apuesta por los que no tienen voz, la defensa de los derechos humanos, la búsqueda de la justicia, son parte de los atributos que hacen que su luz ilumine el sendero por el que caminan quienes quieren cambiar el mundo y aún tienen esperanza en que así sea.
Decía el personaje que a él “le pesaban los anillos”; es decir, que no le iba bien eso de la representación del poder eclesial. No le gustaba que le digan “excelentísimo” y prefería el trato cariñoso, sencillo y simple, la conversa entusiasta, a los honores y venias.
La semblanza de López Marañón es también la semblanza de parte de la región amazónica: llegó en los años setenta y decir eso es decir que llegó cuando llegó el petróleo, migraba gente de todo el país a instalarse en las tierras que habían sido de las minorías sionas, secoyas, kichwas; se iniciaba la construcción del pueblo –en la precooperativa Nueva Loja.
Cuando llegó no había nada y estaba todo por hacer: las escuelas, los colegios, los dispensarios médicos, todo. El Estado estaba ocupado en otras cosas: en abrir vías para que pase el tubo de petróleo y en hacer cuentas con el jugoso negocio que se supone que sacaría al país de la miseria.
Eran tiempos revolucionarios (de otras revoluciones, claro: el rock, mayo del 68, el Che). La iglesia estaba también en tiempos de cambio, con el Concilio Vaticano II. Y Gonzalo López Marañón llegaba al Ecuador con ese brío que se tiene cuando se quiere cambiar el mundo. En esas fronteras amazónicas, López Marañón y los Carmelitas empujaban a la formación de una sociedad civil, a la organización de hombres y mujeres, a la creación de la provincia de Sucumbíos. Y ahí se mantuvieron, acompañando a la gente en primera línea, en los últimos cuarenta años.
Genio y figura, hasta la sepultura: a sus ochenta y tantos, él que había optado siempre por los más pobres, se fue a servir a otra parte, no como obispo, sino como fraile: Gonzalinho murió en Angola. Una foto rodeado de un nutrido grupo de niños africanos queda en la retina, para recordar que esos, los que luchan toda la vida, son los imprescindibles.