Seguramente se convocarán a la marcha y caminarán rumbo a la Plaza de Santo Domingo, donde culminarán el día con sus repetidas arengas. Una vez más ejercitarán el rito donde, al parecer, son los únicos que se escuchan y muchos de los que les acompañen mirarán ansiosos sus relojes desatendidos de lo que digan sus dirigencias, porque sus palabras una vez más les sonarán huecas y alejadas de la realidad.
El grave problema del sindicalismo, no solo local sino a nivel internacional, es su poca representatividad y el desencanto que poco a poco ha invadido a los trabajadores en general, por el aparente divorcio entre sus pregones y lo que busca en la actualidad el ciudadano común, progresar y mejorar sus condiciones de vida. La mayoría ya no está convencida de que la clase trabajadora es la vanguardia de la historia y que, su organización, les llevará indefectiblemente a crear el paraíso en la tierra. Y los que tardan en darse cuenta de aquello son sus dirigentes que se anclaron a viejas consignas e impiden cualquier movilidad de la normativa que rige las relaciones laborales, dificultando que se materialicen nuevos emprendimientos que puedan crear una mayor oferta de trabajo.
Hoy por hoy, las organizaciones sindicales deben ser de las más conservadoras que subsisten. Se aferran a sus posiciones y no existe atisbo de apertura alguna, aun cuando a su alrededor y por donde se mire ejércitos de desocupados invaden las calles, sin que pueden atisbar esperanza alguna hacia el futuro. Se resisten a que se legisle sobre nuevas modalidades de contratación, horarios de trabajo más flexibles sin que se afecten derechos de los trabajadores existentes; en fin, son reacias a que las normas se acomoden a las nuevas realidades ahora existentes, inimaginables cuando se expidieron las leyes que regulan esta clase de relaciones.
Todo esto ha hecho que pierdan credibilidad y representatividad. Un discurso obsoleto que ya no atrae a los más jóvenes, entre los cuales la tasa de desocupación casi duplica a los de mayor edad. Lo anterior ha traído como consecuencia que su influencia se debilite y sus acciones de fuerza, como huelgas y paralizaciones, incomoden a gran parte de la sociedad, como se puede observar en grandes metrópolis, con lo que los objetivos clasistas perseguidos, en ocasiones asistidos de razón, terminan convirtiéndose en un arma en su contra.
Lo que ha ocurrido con el movimiento obrero no es beneficioso para el mundo del trabajo. Se requieren organizaciones representativas pero enfocadas en el mundo laboral, ausentes de intereses políticos de otra clase que terminen desnaturalizando los objetivos para los que fueron creadas. Para ello necesitan un ejercicio profundo de autocrítica y renovación. Si no lo hacen, su militancia continuará desgranándose, vaciándose de contenido y su incidencia en la vida pública, debilitándose. Basta echar una mirada a lo que sucede en varios de los países desarrollados en los que su presencia ha pasado a ocupar un lamentable espacio secundario.