Alguien dijo que “la ley es el poder sin pasión”, es decir, la expresión de la potestad normativa racional, derivada de la ponderación de los valores y de las necesidades sociales.
Sí, la ley debería ser el mandato escrito por gente sabia, por legisladores reflexivos, y administrada por jueces imparciales. La ley fue uno de los inventos de la civilización para ponerle coto al poder, eliminar la discrecionalidad, distinguir el pecado del delito, y expresar los derechos con los que cada persona viene al mundo.
La ley es tema difícil, y no se reduce a votar textos. La ley debería ser el alero que nos proteja de los aguaceros de la arbitrariedad, el argumento de la gente frente al poder, la garantía de las libertades y el aval de la propiedad. La ley constitutiva del Estado de Derecho fue descubrimiento de los liberales, de los laicos, de quienes creen que la ética de la democracia es la tolerancia. La ley –esa ley- es lo único que puede legitimar la actuación del juez y del gobernante, es lo que dota de verdadera autoridad al ejercicio del poder.
El tema es fundamental y, además, espinoso, porque de inmediato surgen las incómodas preguntas: ¿quién debe legislar? ¿El legislador debe tener condiciones académicas, profesionales o solo compromisos políticos? ¿Debe ser un agente político, un ejecutor de órdenes; o debe ser un jurista, informado e independiente, y un intérprete inteligente de la realidad? ¿La ley debe ser la expresión de un mandato partidista, o del sentir de toda la comunidad? ¿En el proceso legislativo tienen cabida las ideas y los valores de los que militan en las minorías, o las normas deben ser la pura, dura y excluyente expresión de una coyuntural mayoría parlamentaria?
Estas preguntas tienen difíciles respuestas, difíciles porque muchas caen en lo “políticamente incorrecto”, es decir, en aquello que rompe los cánones de lo admitido por este sistema de silencios, eufemismos, simplificaciones y proclamas en que se ha convertido lo que llamamos democracia.
“La ley es el poder sin pasión”. Sin embargo, y por contraste, en nuestro tiempo, algunas leyes parecen ser la expresión de la pasión política, de la efervescencia, del discurso, del poder excluyente del voto. Ahora, las leyes parecen una orden y el instrumento de un “proyecto”.
Los espacios de permisión, en los que la gente puede elegir entre hacer y no hacer, se van borrando de a poco. Esto se ve en la invasión del Derecho Público a casi todos los órdenes de la vida, y en la paralela decadencia del Derecho Privado. Esto se ve en la agonía del debate, en esa crisis fundamental, que es la crisis de la tolerancia.
¿Podremos decir, alguna vez, que las leyes tributarias, y las relativas a un tema capital como es la propiedad, son la expresión del poder sin pasión?
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