Luego de superar una repentina dolencia que puso en peligro mi vida, retomo nuevamente la pluma, me enfrento a mi diaria página en blanco. Reinventar el arte literario es, en definitiva, el gran reto que un escritor afronta cada vez que se encara a la página en blanco. Al igual que ese bloque de mármol, informe y tosco, al que un escultor enfrenta, cincel y martillo en mano, para extraer del interior de la piedra la forma que en ella está escondida, el escritor se acerca, pluma en ristre, a la página en blanco para poblar ese vacío con palabras suyas poniendo, con ello, a prueba sus dotes de demiurgo.
Tarde, en la noche, o en la mitad de un camino, el escritor (ese extraño ser humano) es compelido a tomar la pluma y confiar a su cuaderno de notas un nombre que llega a su imaginación, un clamor atado a algún oscuro recuerdo, un verbo quizás que, desde la mente buscan la voz que los revele, urgidos a dejar la crisálida de una inaudible idea, apremiados por desplegar las alas y volar. La inteligencia buscará la verosímil adecuación entre lo que el corazón siente y la palabra sugiere, la concordia entre lo que la razón revela y el vocablo señala.
El enfrentarse cada día a la página en blanco, el confiar a ella sus palabras, aquellas que desde el corazón pugnan por salir, el ir enfilando las frases, una tras de otra, el conformar luego los escuadrones de los párrafos, es el reto diario del escritor, su pugilato silencioso, su vanidad, su secreta gloria. Vendrá, luego, el lector anónimo que descifrará la misteriosa cábala, voz dormida de un alma gemela.
En esta búsqueda agónica de una forma, en este sudor de cada día, el escritor se mide y enfronta al lenguaje, lo más inasible, lo más proteico de todo lo creado, sin olvidar jamás sus propios límites, aquellos que le imponen su humana condición.
Al final, y luego de no poca transpiración, quedará el triunfo de la mente, el desahogo, la satisfacción íntima y dulce por el trofeo alcanzado: la página escrita, logro profano, conquista ganada con su solo aliento, sin soplo de numen alguno.
La página en blanco de cada día, para aquel cuyo oficio es el trato con la palabra, pienso que debe ser siempre el reino de la libertad, nunca la cadena del cautivo. Aun los galeotes de la letra, ésos a los que la rutina les obliga a escribir la cuartilla cotidiana, deberían, de cuando en vez, romper cadenas para liberar al Prometeo que en su interior pugna por robar otra vez el fuego de los dioses.
Las Sagradas Escrituras pasan por ser libros dictados por la divinidad. Bernard Shaw creía que no solo la Biblia y el Corán sino todos los libros habían sido escritos por el Espíritu Santo. En definitiva no habría sino un solo autor y muchos amanuenses. Y si es así, yo no me atrevería a contradecir al célebre dramaturgo irlandés.