No voy a hablar de la barbarie desbordada que hace pocos días fue protagonizada por una turba de indígenas que llegó a Quito y sembró el desorden y la violencia. Ni del reconocimiento que el Gobierno hizo de la legitimidad de sus demandas, lo que demostraba una disposición para el diálogo. Ni de la avalancha terrorista que se desató en las calles. De lo que voy a hablar es de la actitud insolente de los dirigentes indígenas, de los agravios verbales al presidente y vicepresidente de la República. Los caciques de la Conaie, prevalidos de la fuerza que les confería una vociferante masa de tres mil indígenas, insultaron y amenazaron a las más altas autoridades, actitud sin precedentes que no debería pasarse por alto.
Pisotear la bandera de una nación con ánimo ofensivo es un delito, desafuero que ha encendido no pocas guerras. Una bandera es un objeto simbólico que, para los hijos de la patria representada en ella, llega a ser sagrado. Si esto ocurre con una cosa, ¿qué podríamos decir de la persona de un mandatario que ha sido elegido por su pueblo para que lo represente ante el mundo? Se podrá discordar con las ideas de un jefe de Estado, pero la obligación primera de todo ciudadano es respetarlo ya que él encarna la dignidad de una nación.
La grosería, la vulgaridad son muestras de una baja educación, una falta de respeto, comportamiento que habla mal de quien así actúa, pues indica de donde viene. La dignidad y el respeto complementan una vida que se sustenta en valores éticos y morales, respaldan la honra de una persona, configuran la imagen social de ella, aquello que la hace digna de consideración.
El respeto a la persona se ha ido perdiendo en nuestra sociedad. Hemos olvidado aquellos valores que antes se inculcaban en el seno de la familia, que se infundían en la escuela y que se manifestaban en un trato afable y gentil con los demás. La irrupción de modelos de conducta en los que prima el utilitarismo, la desintegración del principio de autoridad y el desconocimiento de las jerarquías nos ha llevado a una vida social marcada por relaciones hoscas e interesadas. De la vulgaridad de la masa participan las élites, lo que permite que cada quien se sienta más importante, más arrogante y más grosero que otro.
Al igual que todos los ciudadanos de este país, los indígenas están sometidos a las mismas leyes; deben ser medidos y juzgados con las mismas normas que rigen para cualquier ecuatoriano. Invocar una “justicia indígena”, como ellos pretenden, no cabe; sus normas consuetudinarias son rezagos de épocas bárbaras, contradicen los derechos humanos universalmente respetados por los pueblos del mundo. No hay excusa para la barbarie y la insolencia. Si quieren que les respeten, respeten a los demás. Esta es la ley de oro de una comunidad civilizada.