Esta es una historia de la vida real. Un alto funcionario gubernamental y una mujer miran un estante lleno de libros (que pertenecen a la mujer). Él, con nostalgia, le cuenta que ya no lee. Palabras más, palabras menos, le dice: “Ahora solo leo resúmenes de proyectos, informes, discursos” nacidos de la elocuencia y el ingenio tecnocráticos de sus compañeros de gobierno. Hace mucho que libros de Literatura, Historia o Filosofía dejaron de pasar por sus manos. Ante semejante confesión de parte, todo empieza a aclararse.
La mujer, atónita por lo que acaba de escuchar, no puede dejar de pensar que ese hombre –hoy tan poderoso– fue su profesor en la universidad; un hombre de lecturas, de conversación interesante, un hombre agradable y agudo que le enseñó un par de cosas importantes sobre el funcionamiento de la sociedad. Tampoco puede dejar de pensar que ese hombre, que acaba de confesarle su inanición intelectual, toma decisiones que afectan a diario su vida y la de millones más. ¿Cuántos como él (consternados o no) habrá en este Gobierno?
Da grima pensar que cientos o miles de funcionarios públicos están tan ocupados –voluntaria u obligatoriamente– en leerse y escucharse entre ellos mismos que casi no queda espacio en sus ‘discos duros’ para dar cabida a otras ideas que pongan en movimiento sus cerebros. Porque nadie que lea es obsecuente. Y este Gobierno está lleno de obsecuentes, por ignorancia o por conveniencia.
Son los obsecuentes quienes que se quedan callados cuando Rafael Correa promociona –contra todo instinto de conservación política– iniciativas como www.somosmas.ec; idea impresentable y ridiculizable (la de memes sabrosos que se harán en su nombre) donde las haya. Son ellos los que seguramente ni se preguntan si eso es legal, legítimo o, por último, deseable para su propio proyecto político.¿Por qué? Porque están desacostumbrados a confrontar ideas, que es el hábito que activa la lectura (de buenos libros, no de papelería burocrática y mal redactada). También habrá quien no diga nada por cinismo o conveniencia.
¿O qué, si no es la obsecuencia o una ignorancia supina, justifica que tantos que antes iban por la vida como librepensadores no solo no digan ni pío sobre la propuesta de reelección indefinida, sino que hasta la validen, ya sea balbuceando pobres argumentos o guardando silencio? Alguien que alimentara su cerebro por lo menos levantaría la ceja de la duda.
Con este dato a mano (el de la involución intelectual que avanza y a la que algo o alguien tendrá que detener), propongo formar un club del libro con todos los miembros del Gobierno; me ofrezco a dirigirlo. Comenzaríamos con ‘1984’, de George Orwell, lectura (o relectura, para quienes hayan tenido una vida intelectual pasada) entretenida y pertinente, que les ayudará a salir de un tirón de esta inanición de ideas que nos va a terminar llevando al desbarrancadero a tirios y a troyanos.