Los dos chicos tienen 13 y 14 años y están en edad de pleno crecimiento. Es decir, con hambre. A esa edad comen como descosidos, como barriles sin fondo. Todo el tiempo tienen hambre y no se satisfacen con nada. Cuando llega el fin de semana y vuelven a la comunidad, luego de pasar la semana en el internado de Pañacocha, en la Unidad del Milenio, arrasan con todo. Plátano, yuca, un chimborazo de arroz, el sabroso pescado que trajeron de la tarde de pesca, el tazón de chicha lleno. Sus padres se miran preocupados… ¡no hay comida en el colegio del milenio! ¡y no les dejan tomar chicha!
¿El internado no incluye alimentación? Parece que incluía al principio pero… se acabó la plata, duró poco. Ahora los padres de familia tienen que arreglárselas para que sus hijos puedan comer. Y si no pueden comer, ¿cómo van a estudiar? No se estudia con la barriga vacía, con las tripas sonando.
Antes comían en casa. La escuela y el colegio funcionaban en el centro poblado de la comunidad. Al mediodía iban a su casa y mamá les esperaba con el plato lleno. Nunca les faltó la yuca de cada día. Pero la modernidad y el desarrollo les puso el colegio del milenio, lejos de casa. Moderno. Bonito. Con cancha. Con pupitres nuevos. Pintado de colores alegres. Pero sin comida.
Si los padres han logrado algunos recursos, trabajando para alguna empresa, han comido en el comedor de Don Castillo, ahí, donde paran los pasajeros del turno a almorzar cuando viajan para Coca o para Rocafuerte. Pero eso no se puede todos los días: es un lujo gastar cinco dólares diarios por los dos chicos y solamente el almuerzo, porque para la merienda ya no alcanza. ¡Y más si ya no hay trabajo! ¡Y más si la empresa para la que trabajaban aún no paga!
No hay comida y dicen que tampoco hay gasolina. La tambería no funciona.
Los chicos tienen clases hasta la una. ¿Y luego? Hacer tareas y vaguear o mirar Internet. Ahora tienen lindas aulas pero pasan hambre, se aburren en la tarde y sus padres les extrañan en la casa: los otros hijos son ya mayores y se han quedado solos en la comunidad. La madre espera ansiosa que llegue el fin de semana para gozar de la sonrisa de los chicos, ir a pescar con ellos, enseñarles cosas de la selva, verlos crecer.
Si no se arregla lo de la comida en el colegio del milenio, seguramente los chicos dejarán de estudiar. O irán a estudiar en Coca, donde tendrán que pagar, además de comida, arriendo de un cuarto.
Los internados, que llevaban antes las iglesias católicas, cerraron hace muchos años. En ellos les prohibían la chicha y, en principio, hasta el idioma. Ahora, revolucionariamente, les devolvieron los internados. Les ofrecieron una gran educación para el futuro, seguramente con PhD incluido. Les pusieron aulas estupendas y canchas de césped sintético. Pero no les garantizaron ni la comida ni la alegría de compartir con la familia.
maguirre@elcomercio.org