El 18 de julio de 1925, siete meses después de salir de la prisión de Landsberg, el cabo Adolfo Hitler publicó, en Múnich, el primer volumen de ‘Mein Kampf’. En ese libro -un bodrio indigesto de odios y frustraciones, violencia y racismo, banalidades y sorprendentes intuiciones- estaba esbozado ya el programa del nazismo: un irreductible nacionalismo, la destrucción de Austria, la necesidad de espacio vital en el Este, el control de la prensa, el antiparlamentarismo, el rechazo a la democracia occidental, la condena al marxismo y, con obsesión fanática, como hilo conductor de su pensamiento, la persecución y el exterminio del pueblo judío. “Si durante la Primera Guerra Mundial se hubiese sometido al gas venenoso a doce o quince mil de esos hebreos corruptores de pueblos”, escribía, “el sacrificio de varios millones en el frente no hubiera sido en vano”. “Al combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor”.
Un sobreviviente del genocidio nazi, el escritor húngaro Imre Kertész, nacido en Budapest el 9 de noviembre de 1929 y galardonado con el premio Nobel del año 2002, ha fallecido. En ‘Sin destino’, su primera y más conocida novela, cuenta la historia de un adolescente judío -experiencia que vivió personalmente entre 1944 y 1945- internado en los campos de concentración de Auschwitz, Buchenwald y Zeitz. No maldice ni condena. No acusa ni protesta. “No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre…” En voz baja, en un íntimo tono de confidencia, con una distancia rayana en la indiferencia, como desasido y alejado de su cuerpo y ajeno a sus propias angustias, el personaje va relatando los monótonos acontecimientos cotidianos. “Los días resultaban eternos”, dice. “Esperábamos, siempre esperábamos -si lo pienso bien- que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz”.
Kertész -me parece- afirma que el ser humano, aun en las más abyectas condiciones, humillado y degradado, desesperado y convertido en un número, anhela vivir. “En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso”. Hasta en situaciones extremas de sometimiento y oprobio, de hambre y enfermedad, de incertidumbre y abandono, sin libertad y sin futuro, hay lugar para el alivio, la paz, la esperanza y, sorprendentemente, la felicidad. “No existía ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al la do de las chimeneas, había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad”.
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