La ilusión movilizadora es aquello que orienta la vida, que da sentido a cada día, que ilumina, que inyecta energía y que da razones para luchar y seguir adelante. Pero, ¿cuál es su fuente, de dónde nace? ¿Es una noción política? ¿Es patrimonio personalísimo del individuo? ¿Está expresada en la sonrisa del hijo o en la propaganda estampada en la pared?
Para muchos, la “ilusión movilizadora” evoca imágenes de masas que portan banderas y cantan al son de consignas partidistas, de multitudes que aplauden, de caudillos, de ademanes mesiánicos. La ilusión movilizadora entendida así cada vez por más personas, supone una expropiación de lo que fue atributo personalísimo, e implica su transformación en instrumento del poder. La propaganda ha sido, desde siempre, el gran agente de esa transformación. Y los sondeos han sido las herramientas que exploran por dónde camina la gente para articular propuestas y simplificar diversidades, para poner la pica en Flandes y afianzar la dependencia del Estado.
Las esperanzas de cada uno volcadas a lo público, enredadas en debates electorales, insertadas en el paternalismo, reducidas a tema sobre el que decide el último burócrata y el primer caudillo, esa es, quizá, la mayor transformación que ha sufrido el mundo en nuestros días. Y es la razón que explica el éxito de los populismos: la propaganda y el discurso permiten que la ilusión personal se endose al caudillo; hacen que los proyectos personales se transfieran a la política, y que la responsabilidad de cada vida se convierta en asunto público. Entonces, la educación, el empleo, la profesión, la enfermedad, el sol y la lluvia, la cosecha y la ganancia, serán temas del Estado. La propiedad y el provenir serán asuntos del Gobierno. Entonces, se fortalece la dependencia y se afirma la obediencia. Entonces, la gente firma el cheque en blanco.
Esa expropiación de las ilusiones en beneficio del Estado -el gran justiciero- ha sido tesis de los totalitarismos de todos los signos y los tiempos. Un ejemplo extremo de la apropiación política de la privacidad de las ilusiones y de esperanzas es el régimen de los Castro. Allí, ningún proyecto personal puede disociarse del destino y de las consignas del líder; ningún plan puede ignorar al Estado y a la planificación; ningún viaje depende del puro capricho o posibilidades del viajante. No se mueve una hoja sin permiso: esa es la libertad que tantos “intelectuales” añoran. ¿Y qué diremos de Venezuela? ¿Y cómo no recordar a Stalin y al Muro de Berlín o a la revolución cultural de Mao? Todos, sistemas de expropiación del derecho a soñar y del derecho a equivocarse, y del derecho a ser persona.
Usted, lector, ¿tiene una ilusión movilizadora propia, intransferible, íntima, que persista como patrimonio personal?
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