Corina Yoris-Villasana
El Nacional, Venezuela, GDA
En días pasados, unos colegas universitarios enviaron a la red de la universidad sendas reflexiones sobre la necesidad del silencio, en esta época ruidosa, bullanguera, estridente. Ese llamado al sosiego me sirvió de motivo para el artículo de hoy.
Silencio, proveniente del latín silentium, es un concepto que nos remite a “ausencia de ruido”, pero también es un recurso “paraverbal”. En un intercambio de ideas, en una simple conversación, un silencio puede ser interpretado de diferentes maneras; desde ser una simple pausa, aconsejada por la correcta puntuación que en el habla se guarda con esos silencios, o puede obedecer a una dramática significación.
Podríamos hablar del silencio interior, donde reine la quietud profunda; o del silencio de los cartujos, primordial en aras de lograr la contemplación. Encontramos el silencio que nos acerca a pensar en el sentido profundo de la vida, como bien expresara Ratzinger en su momento. Podemos quedarnos en silencio por estupor al presenciar hechos que han atentado contra la humanidad, como es la visión de un campo de concentración. Ese silencio es también un grito desgarrador.
Topamos también con el silencio impuesto como castigo, o el silencio producto del temor a la sanción, a la represalia. Está el extraordinario silencio musical, “signo que representa gráficamente la duración de una determinada pausa en una pieza musical”.
En este brevísimo recorrido por “los silencios”, emerge uno que abofetea a quienes participaron (y participan) de él: el silencio de la mujer; la condena de su libre expresión; la negación de su incursión en el mundo de la cultura, de la narrativa, de la filosofía. ¿Cómo han escapado (hemos escapado) las mujeres de ese silencio opresor? ¡Nada más y nada menos que usando “el lenguaje opresor”! Expresarnos como quieren y norman los artífices de esa opresión. La mujer fue considerada “musa”, pero no poeta. La “décima musa”, sor Juana Inés de la Cruz, es llamada así por no llamarla poeta. Incluso, el propio lenguaje reconoce el vocablo poetisa para la mujer, más no poeta. Tarda en aceptar este último para referirse a persona que escribe obras poéticas.
Hay silencios que se convierten en delito; el silencio ante las injusticias; el silencio que se hace cómplice ante la tortura; el maltrato; la violación de los derechos. Bien decía Miguel de Unamuno que, a veces, el silencio es la peor mentira. El silencio informativo se puede tornar en delito; el silencio de quienes deben hablar y callan. Volvamos a los silencios que ennoblecen; a los silencios del amor; a los silencios de la poesía; al silencio musical. Al silencio de la noche, cercana al amanecer, cuyo nombre, tomado del latín conticinium, se refiere a esa hora cuando predominan la tranquilidad y el silencio; ese silencio inspira al gran Laudelino Mejías para componer el tan conocido vals venezolano “Conticinio”.