En 1948, en los albores de la Guerra Fría, cuando ya era evidente que la Unión Soviética no solo producía miseria y hambruna sino que también ejercía la persecución y el genocidio, Albert Camus escribió una serie de artículos para refutar a quienes apoyaban una campaña militar –una revolución, en el argot marxista– contra los países capitalistas de Europa.
En uno de aquellos artículos, titulado ‘Dos respuestas a Manuel D’Astier de La Vigerie’, el filósofo argelino empezó señalando la grave inmoralidad que supone para alguien que dice ser humanista –los marxistas revolucionarios se jactaban de aquello– aceptar el exterminio de disidentes u opositores al sistema en campos de concentración como los instalados en la Alemania nazi.
“Hay que rechazar toda legitimación de la violencia, provenga de una razón de Estado absoluta o de una filosofía totalitaria”, escribió Camus en aquel artículo. ¿Qué significa eso?
Que si aceptamos la creación de instituciones violentas –desde órganos que controlen la vida de las personas hasta políticas que promuevan el rencor social– en nombre de principios como la justicia cometeremos, paradójicamente, actos terriblemente injustos. “El castigo de los verdugos no puede significar la multiplicación de las víctimas”, agregó Camus en el artículo arriba citado.
El riesgo de tomar una posición más ponderada es que le tachen de resignado (“mediocre” sería el término equivalente, acá en Ecuador), explicó Camus. Es que “estamos en un tiempo de gritos y un hombre que rechaza esa embriaguez fácil pasa por resignado”, agregó el escritor.
Desde el año 2007, Ecuador también ha vivido en el estado de embriaguez descrito por Albert Camus. Una efervescencia revolucionaria hizo que muchos aceptaran que el Gobierno se tomara todas las funciones del Estado e implantara leyes y políticas claramente cuestionables, siempre en nombre de ideales superiores, como la justicia y la equidad.
Pero el entusiasmo ciego con el que se aceptaron todos los atropellos está a punto de terminar, no por obra y gracia de nuestra propia reflexión sino por la contundencia de los hechos económicos que vivimos y que viviremos este año 2016.
Frente a una realidad tan grave, lo único que cabe es reconocer los errores y corregir el rumbo inmediatamente. Esto es lo que demanda un comportamiento moral y civilizado. Si no se enmienda la plana, “[los ideólogos marxistas] se estrellarán contra el muro del orgullo y millones de hombres pagarán el precio de esa soberbia”, escribió Camus, proféticamente.
Es que, al final de cuentas, “toda idea falsa siempre termina en la sangre, pero no se trata siempre de la sangre ajena [sino también de la de quienes propugnan aquellas falsedades]”, agregó el autor de ‘El extranjero’.