En uno de los ensayos que publiqué en “Indoamérica” (la revista que Agustín Cueva y yo hicimos en los sesenta), dije que la historia era la forma del saber propia de nuestro tiempo, como la ontología fue para los griegos y la física para los fundadores del pensamiento moderno. Tal afirmación no era original: entonces yo era estudiante y no hice otra cosa que seguir a Collingwood, cuya “Idea of History” acababa de descubrir sin percatarme de que tampoco él había hecho otra cosa que seguir a Hegel.
25 años después, un señor cuyo nombre suelo confundir con el de un bellísimo nevado japonés proclamó el fin de la historia. No quería decir, por supuesto, que había terminado la sucesión de los tiempos, sino que al terminarse las confrontaciones con el derrumbe del Muro de Berlín, ya no había nada que elegir: lo único que teníamos por delante era el continuo perfeccionamiento de lo mismo: en adelante solo podríamos pensar en términos de absoluta inmediatez, porque las ideas de “mundo”, “cambio” y “devenir” habían perdido su sentido.
El mismo saber lo había perdido, como advirtió Lyotard poco después, y si todavía conservaba alguno, su forma ya no sería la historia, sino la estadística. Si para entender un hecho cualquiera antes lo ubicábamos en el curso de un proceso causal, en adelante solo tendríamos que ubicarlo en una tabla de frecuencias. Las encuestas, además, nos habían desembarazado de la incómoda idea de “verdad”.
La literatura fue entonces clasificada entre las actividades inútiles, sencillamente porque no podía exhibir réditos importantes, y un día despertamos con una incómoda revelación: si cada sociedad engendra los intelectuales que necesita, los de los nuevos tiempos no eran ya los escritores, pensadores ni artistas, sino los ejecutivos –una nueva especie que vestía a la moda, calculaba fríamente sus negocios y sus afectos, manejaba la nueva tecnología, hablaba un lenguaje esotérico, impersonal y anglicado, y tenía la clave para descifrar los mapas donde estaba marcado el camino hacia la isla del tesoro.
Simultáneamente, la ética de la justicia había sido sustituida por la ética de la eficacia y la imaginación había quedado atrapada en un computador. Como las encuestas habían sustituido a los razonamientos, un joven estudiante declaró que José de la Cuadra era uno de los mejores autores vivos y otro sostuvo que La Ilíada era una de las mejores novelas del ‘boom’ latinoamericano.
Entonces, los escritores se sintieron angustiados. “Cada uno es lo que es por lo que los otros hacen de él –pensaron-, como el hijo es quien hace del padre un padre”. Por lo tanto, si el escritor se queda sin lectores, porque leer es ya una tarea arcaica, sencillamente deja de existir. Y fueron a mirarse en el espejo para convencerse, y efectivamente no vieron nada. Algunos optaron por hacerse la ilusión de estar vivos y se convirtieron en vedettes para un público frívolo y snob. Otros asumimos nuestro cautiverio en el silencio para prepararnos a un nuevo amanecer. En eso estamos todavía.