Sorprendente es la vida de las palabras. Además de su sentido natural y obvio, aquel al que todos acudimos cada vez que las usamos, algunas tienen resonancias que las ligan a ciertos tiempos y lugares. “Las palabras –decía Camus− toman siempre el color de las acciones y de los sacrificios que suscitan”. Libertad y república son palabras que incluso pueden teñirse de connotaciones gloriosas, porque son inseparables de las jornadas del pueblo de París al conquistar la fortaleza que era símbolo del absolutismo real (1789) o de sus luchas en las barricadas para establecer el primer gobierno socialista del mundo (1848). Democracia es palabra que evoca los mejores días de Atenas, la sabia (siglo V a.C.), o la instauración del sistema político de los Estados Unidos (1776). Revolución es palabra ligada a los días memorables de 1917, y para los latinoamericanos sobre todo, pero también para el mundo, lleva el sabor de la Sierra Maestra (1959).
Estas palabras, sin embargo, viven lo que duran los procesos que representaron con su poder simbólico. Todas ellas han tenido sus declives y a veces han servido para designar las deformaciones que todo sistema va sufriendo con el correr de los días. Cuando así ocurre, sucede que su color se hace opaco, no es reconocible, se confunde. No es una casualidad que en estos días ya no se hable de justicia, sino de equidad, que no es lo mismo. Tampoco es casual que revolución sea ya una palabra devaluada. En la experiencia concreta, ha dejado ya de estar ligada a las acciones victoriosas contra diversos despotismos, para convertirse en disfraz de nuevos despotismos.
Alguna vez me pregunté en esta columna sobre la razón que puede explicar de una manera aceptable que todas las revoluciones del siglo XX, levantadas con el fervor del pueblo (pueblo: otra palabra devaluada), hayan siempre terminado en sistemas que, si no han llegado a la tiranía, como ha ocurrido en casos extremos, han desembocado al menos en sistemas que no pueden ocultar su inclinación autoritaria. No hay una sola revolución que se haya hecho en el siglo XX que no haya tenido ese triste final. Noticias que provienen de la bella cintura de nuestra América morena están confirmándolo cuando nos muestran al heroico guerrillero de ayer convertido en la cabeza de una nueva dinastía, ni mejor ni peor que aquella que él mismo contribuyó a derrotar.
Sí, ya se sabe: como se dice siempre, la necesidad de asegurar la permanencia de las conquistas revolucionarias sirve para cohonestar los continuismos. Pero eso mismo es señal de que tales conquistas no fueron tales: si lo fueran, no quedarían escritas en las leyes, sino en el convivir cotidiano, incorporadas a la comprensión más espontánea del mundo en el que tenemos que trabajar, amar y morir.
En los años 60, cuando viví mi juventud, revolución era una palabra que nos inflamaba con sus nobles resonancias. Hoy me hace sentir, más que la nostalgia del pasado, la tristeza de comprobar cuánto sacrificamos inútilmente por ella.