Todavía subsiste entre nosotros la envejecida concepción de la cultura como un refinamiento espiritual que privilegia a las clases propietarias: en consecuencia, para muchos resulta natural que se la trate como un lujo, un adorno, un sobrante del equipamiento social cuyos más importantes ingredientes se consideran como aquellos que tienen relación inmediata con el proceso productivo.
Pero la cultura no es un lujo, sino una fundamental necesidad. La especie humana puede ocupar el puesto que ocupa en el conjunto de los seres vivos por una especial característica, secularmente identificada como la razón. El avance de las ciencias ha demostrado, sin embargo, que muchas especies dueñas ya de lenguajes muchas veces complejos, son también capaces de dar respuestas originales a situaciones desconocidas, lo cual implica un nivel de razonamiento práctico. Como ha hecho notar Echeverría, no son, por tanto, la razón ni el lenguaje las capacidades que distinguen al ser humano, sino la de dar a su natural tendencia social una forma específica que se renueva constantemente. Esa es la razón de que las especies gregarias del mundo animal hayan mantenido sus formas de vida y organización durante siglos o milenios, mientras el ser humano ha transitado desde la horda hasta las diversas formas republicanas, y seguirá inventando en el futuro nuevas formas.
Esta esencial característica (por la cual Aristóteles declaró que el hombre es un animal político) tiene un reverso, que es la cultura: en ella entran en juego las mismas capacidades humanas que en la construcción de las formas sociales.
Se trata de la capacidad de desear lo que no existe todavía y poder prefigurarlo con la inteligencia; de la capacidad de recordar y organizar los recuerdos; de la capacidad de crear un significado para cada cosa y cada una de sus propias creaciones; y de la capacidad madre de todas las demás, que es la de elegir entre opciones diferentes.
O sea que la Libertad, la Semiosis, la Memoria y el Deseo se constituyen en las dimensiones fundamentales de la existencia, las que hacen posible organizar la vida social, pero también las que hacen posible la creación cultural.
No parecen pensar así muchos funcionarios del Gobierno, para quienes la tecnología es la meta fundamental que se debe alcanzar en esta etapa a fin de asegurar después un desarrollo autónomo. ¿Después? ¿Cuando ya hayamos perdido la conciencia de lo nuestro y nos hayamos entregado al festín que nos traigan miles de expertos extranjeros y pragmáticos? Solo así puedo entender que los recortes de impuestos por la situación de penuria, aunque han afectado todos los presupuestos del Estado, han dejado a la cultura en la peor de todas las situaciones que hemos conocido en el pasado: para poner un solo ejemplo, a la Casa de la Cultura se le ha dejado un millón como dádiva graciosa. Uno puede preguntarse entonces: ¿qué puede hacer la Casa entonces, sino apagar la luz y cerrar la puerta?