Cuando ha llegado la serenidad y las tardes son más claras y las mañanas más luminosas, cuando las noches son tiempo de recogimiento y de paz, entonces se comprende que la vida es mucho más que la premura y la ambición, que es más intensa y mejor que la carrera tras el éxito, el dinero o el poder. Que vivir es descubrirse y renovarse cada día, que es encontrarle sentido a todos los instantes.
Cuando llegan los nietos, entonces se sospecha que incluso es posible la aspiración a la eternidad; y se cree que quizá podamos prolongarnos en esas nuevas vidas que germinan, y defendernos de ese modo del olvido; que la paternidad puede revivir de otro modo; que hay mucho que contar aunque fuese secretamente o en silencio. Y que hay bastante que recordar, porque esas mínimas y maravillosas existencias, por nuevas, frescas y distintas, nos proyectan hacia delante y, al tiempo, suscitan y renuevan los recuerdos, y lo hacen con intensidad desconocida.
Cuando los nietos descubren las palabras, cuando las modulan, las ensayan y las dice a su modo, entonces se comprende la maravilla de hablar. Ellos, sin quererlo, nos llevan al renacimiento del milagro aquel de bautizar con nombres y con afectos a las cosas, de señalar cada detalle, de asistir a la creación de una experiencia que se inicia. El balbuceo de cada nieto nos remite al comienzo, nos recuerda que al principio todo fue silencio, y que, en cierto modo, la vida es una constante tarea de nombrar, de reconocer, de incorporar cosas, seres y circunstancias al inventario de la memoria. Cuando el nieto descubre las palabras, entonces se comprende que el habla siempre tuvo frescura e identidad, incluso tras el polvo y el desgaste que deja el tiempo. Que siempre fue creación.
Entonces se comprende que ha llegado otra edad que nos pone de cara a la definitiva madurez, y que empezamos a recordar con persistencia. Esa es la edad que nos enfrenta a la tarea grata y humana de ser abuelos, de ejercer ese sui géneris modo de ser padres, o al menos, de revivir aquel tiempo que pasó tan pronto, en que vimos crecer a los hijos, hacerse personas, madurar como hombres y mujeres y, después, irse como corresponde, con seguridad y sin nostalgia.
Llegado este tiempo se ve lo que no vimos en la premura de tantas jornadas, lo que se nos fue, lo que se evaporó entre el tráfago y el tumulto. Se comprende que cada día es un tiempo marcado por la fortuna de vivir, que cada mañana es un descubrimiento, que cada ilusión es un impulso, que cada dificultad es un desafío.
Tiempo que permite ver desde la altura de los años, que lo que queda es la familia, nosotros, cada cual con sus recuerdos, sus hijos y sus nietos, cada uno con su compañera, con la memoria de todo lo que hicimos y con la fuerza y la ilusión para seguir.