Max Weber, el gran sociólogo alemán, hizo una distinción fundamental entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. Las ideas de Weber dotaron de claridad a la comprensión de los límites de las revoluciones y al origen de los fanatismos; plantearon que la razón debería marcar incluso a las convicciones. Esta tesis se sustenta en el hecho de que el hombre no puede escapar nunca de aquello que le caracteriza y distingue de los demás seres: la responsabilidad por sus actos.
La “ética de la convicción” es la que acompaña a los revolucionarios y a los misioneros, e incluso a algunos periodistas. La mayoría de ellos cree, con la fe del carbonero, que basta militar por una idea, sostener su hipotética justicia, su presunta verdad, sus virtudes salvadoras, basta estar convencidos para creerse autorizados a actuar, a catequizar, a imponer a los demás, incluso por la fuerza, su idea de felicidad. Los salvadores militan en esa fe. La ética de la convicción estuvo detrás de los inquisidores. Ella propició la destrucción de culturas, religiones y templos; condujo a la quema de libros y de personas, y a los autos de fe. Y es el fundamento del totalitarismo y de los fanatismos de todos los colores.
En contraste, la otra ética, la que Weber llamó “la ética de la responsabilidad”, es aquella que pone frenos a las convicciones, límites a los fanatismos, dudas a los catecismos políticos y religiosos, en consideración a que nadie, por convencido que estuviese, puede rebasar los derechos y atropellar las ideas ajenas. La tesis consiste en que, por ideal que fuese una utopía, eso no autoriza a sus militantes a descalabrar países, dividir sociedades, imponer por la fuerza ideas y arruinar la economía. Nadie puede dejar de lado la responsabilidad frente a sus actos. Este tema toca con otro, especialmente complejo en la teoría política: ¿tienen derechos absolutos los revolucionarios, tienen límites sus regímenes?
Con el perdón de Weber, yo añadiría, la “ética de la tolerancia”, que es la sustancia moral de la democracia, la nota de humanidad que la legitima y racionaliza, lo que la eleva a la altura de un sistema cuyo protagonista es cada ciudadano, su voluntad y autonomía. El reconocimiento responsable de los derechos de los otros, sin perjuicio de su vertiente política, es lo que distingue al régimen que inventaron los liberales del siglo XVIII. En eso consiste, precisamente, la delgada línea roja que nos separa del fanatismo. Esa línea, hace rato, se borró en la Venezuela espectacular de Chávez y en la trágica de Maduro.
La democracia debe ser tolerancia. Y ese es el terreno en que prosperan las libertades. Las dos éticas de Weber deben conjugarse en una que apunte tanto a los valores como a la responsabilidad y a la tolerancia.