La esencia del respeto
La idea del “respeto” se confunde con frecuencia con la idea del miedo. Oigo a jóvenes decir que “tienen mucho respeto por tal o cual persona” –padre, profesor- y al indagar, encuentro en muchos casos que lo que quieren decir, en realidad, es que le tienen miedo a esa persona.
Otros entienden “respecto” como observancia u obediencia. Si se detienen ante un semáforo en rojo, dicen que lo están “respetando”, o si no botan basura a las calles, están “respetando” las ordenanzas municipales.
Tengo grandes dificultades con las dos maneras de entender “respeto”. Ambas reflejan la presencia y acción, tras las actitudes y los comportamientos de los supuestos “respetuosos”, de autoridades externas, en el primer caso visibles y aterradoras, en el segundo internalizadas, pero agentes externos al fin.
El niño o el joven que no expresa sus opiniones frente a un padre o un profesor dogmático y autoritario no hace más que agachar la cabeza, sumiso, para evitarse problemas. Hay poco más ejercicio de la inteligencia humana en eso que la que ejerce una cucaracha al volver a esconderse, por instinto de supervivencia, cuando oye un ruido. Tal vez haya algo más de ejercicio de la inteligencia en “respetar” las leyes de tránsito, pero el hecho sigue siendo uno de obediencia, de sometimiento a una autoridad externa, que puede no reflejar, y con frecuencia no refleja, plena consciencia de por qué es válida esa obediencia. Y el corolario a esto último es que, como ha sucedido y sucede en tantas y tantas sociedades humanas, personas que se consideran a sí mismas “buenas personas” porque “no le hacen daño a nadie” en realidad no son tan buenas, porque al inclinar la cabeza y obedecer irreflexivamente, contribuyen a perpetuar sistemas injustos y abusivos.
A diferencia de esas maneras de entenderlo, propongo que la mejor manera de entender “respeto” es como un freno moral propio, que “respetar” significa no atropellar, preocuparse por no hacer daño a los individuos que nos rodean o a la colectividad en la que vivimos no porque nos lo prohíben o porque nos puedan castigar por hacer ese daño, sino porque consideramos que no debemos hacerlo, que no queremos hacerlo, y, en consecuencia, frenamos nosotros mismos, desde nuestro propio sentido ético, tanto las actitudes como las acciones con las cuales podríamos hacerlo.
Quien realmente respeta no necesita norma externa o amenaza de castigo. Quien realmente respeta ejerce ese respeto real como acto de amor, atributo de aquella alma humana que, en frase de Fromm, “ha superado la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar o superar al resto, y ha adquirido fe en sí misma y confianza en sus propias habilidades”.
Quien realmente respeta brinda ese respeto libremente, como nos brindan vida el agua, la luz del sol, y el amor.
jzalles@elcomercio.org