Dentro de muy pocos días, la Casa de la Cultura cumplirá 71 años de existencia. Muchos discursos habrá para recordar aquel 9 de agosto de 1944, cuando el doctor Velasco Ibarra firmó el decreto de su creación mientras se preparaba para entregar sus poderes supremos a la Asamblea que debía reunirse al día siguiente con el fin de dictar una nueva constitución, al calor de la insurrección de mayo. El verdadero gestor de esa creación no fue, sin embargo, el contradictorio gobernante, sino Benjamín Carrión, cuya figura atraviesa la historia cultural del siglo XX. Independientemente de la inspiración que recibió de Vasconcelos, Carrión merece sin duda la gratitud del Ecuador por su constante preocupación por la cultura, cuyos alcances van mucho más lejos de lo que a primera vista parece. A la luz del tiempo transcurrido, la Casa por él fundada fue la herramienta de mayor importancia con que pudo contar el Ecuador para consolidar el Estado nacional que nació de la Revolución Alfarista.
Ha hecho bien el ministro Long al declarar a la prensa mexicana que la autonomía de la Casa de la Cultura es indispensable para poner en práctica una política cultural que incida profundamente en la vida de nuestra sociedad. “Sin cultura -ha dicho el Ministro- no hay identidad, y sin identidad no hay revolución”. Al margen de sus palabras, yo agregaría solamente que sin cultura no hay sociedad posible, como tampoco hay pasado ni futuro: en una palabra, sin cultura no hay vida humana.
Pero la necesidad de autonomía de una institución, por importante que sea, no agota el tema de la cultura, dentro del cual deben figurar en primera línea las exigencias que la sociedad puede hacer hoy a una política cultural. Sin lugar a dudas, nuestra sociedad, como todas las sociedades del mundo, está ya experimentando una profunda revolución en la cultura, y su signo está marcado por la aparición de una tecnología que ha transformado las relaciones humanas, la vigencia de los valores, la continuación de las costumbres. Una política cultural, por consiguiente, no puede limitarse a planear sistemas de distribución o circulación de los llamados “bienes culturales”, asimilándolos a las mercancías. En realidad, se trata de incidir en las formas de vida que coexisten en una sociedad plural, cuyas dimensiones no pueden ser absorbidas por el Estado. Son esas dimensiones, en toda su complejidad, las que la Casa tiene por delante para definir sus nuevas políticas culturales, y ellas configuran una verdadera encrucijada: o la Casa limita sus acciones al estímulo necesario para el desarrollo de la literatura y las artes, o se lanza al futuro con la decisión de transformar la vida. Quizá unas palabras de César Vallejo, escritas en 1927, puedan dar la pauta del verdadero horizonte de este desafío: “…sin empadronar el espíritu en ninguna consigna política propia ni extraña, [la cultura debe] suscitar, no ya nuevos tonos políticos en la vida, sino nuevas cuerdas que den esos tonos”.
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