No existen palabras para describir el dolor, la indignación y la desesperanza que siento con cada nuevo dato que sale a la luz sobre la muerte de la pequeña Emilia. Estas palabras las escribo no tanto como periodista; nacen del padre de dos niños, del hijo, del hermano.
Esta columna, en la que siempre se abordan temas de economía o de emprendimiento, hoy hace una excepción. Este análisis surge en medio la impotencia que se siente cuando ocurren estos hechos y uno se rompe la cabeza tratando de entender los motivos de esta muerte.
Leo las declaraciones y miro los videos del padre de Emilia, escucho sus palabras y me detengo en sus gestos. Ni siquiera trato de ponerme en su lugar, sería un esfuerzo inútil.
Admiro su valentía y su entereza en estos momentos en los que cualquier persona tiene el derecho a quebrarse por dentro.
Reviso las reacciones de las personas en medios y en redes sociales y me encuentro con gestos de solidaridad. También leo análisis y estudios sobre las razones que existen para que ocurran estos crímenes atroces. Pero nada de lo que se diga o se comente aleja esta sensación de tristeza y dolor.
Los pedidos de penas mayores y de leyes más severas son una constante tras hechos como éste. Hay quienes expresan su miedo, pero también su frustración y su bronca ante hechos como el ocurrido en Loja, ciudad que se suma a la lista de hechos escalofriantes.
Lo ocurrido con Emilia es, tristemente, un hecho que confirma la vulnerabilidad en la que se encuentran los menores. La muerte de la pequeña se da, paradójicamente, al final de un año en el que el la sociedad ecuatoriana ha sido protagonista de acciones en contra de los feminicidios y de los delitos contra menores y cuando cada vez más voces se levantan en las calles con fuerza para tratar temas como la igualdad de género.
Ahora, pese a la indignación que nos invade, es tarea de toda la sociedad cuidar a los más vulnerables. Es una obligación por Emilia y por nuestro futuro.