911

El reloj implacable. Un hombre yace inconsciente en el piso del restaurante. Se levantó y cayó en un solo movimiento. 9-1-1, el número al que se recurrió por la solución médica. Una tensa calma, preparada, por los simulacros de seguridad, deja un silencio expectante. Esa quietud es falsa. Contesta el número de emergencias, alivio generalizado, asumen que la solución está en camino. Ahí, la gran equivocación, el servicio de auxilio por el que todos pagamos con nuestros impuestos, así de simple, no funciona.

Cualquiera, con un poco de sentido común, que no practica la medicina como profesión, sabe que, un hombre de mediana edad, sano en apariencia, que se desploma repentinamente mientras come, en su descanso de medio día, es un grito desesperado de auxilio, es, en definitiva, una emergencia con pocos minutos para un resultado feliz. Sólo minutos.

La seguidilla de preguntas sin sentido dado el estado del enfermo, para las cuales el personal no tenía respuestas. ¿Cómo se llama? ¿Su número de cédula? No tienen conocimiento de su nombre, es un cliente ocasional, está inconsciente. Por lo tanto, no responde preguntas. El tiempo se acelera. ¿Tomó desayuno? ¿Sufre alguna enfermedad? ¿Toma medicina constante? A cada ilógica pregunta, se crispan los nervios, los minutos cuentan. ¡Es una emergencia! ¡Un grito de auxilio! Las respuestas impasibles de una voz femenina al otro lado de la línea… Si no puede darnos información básica, dice la helada voz, no podemos responder a su llamada.

La reacción del lugar público, visitado por decenas de personas a diario, no se hace esperar y, buscan ayuda privada, desechando al 911 y sus ilógicas, imperdonables acciones. No aceptan su única obligación: responder la emergencia del ciudadano común, así se encuentre en la mitad de la calle y, un caritativo ciudadano, que obviamente, no conocerá sus datos ni historia médica, haga el llamado de auxilio. La ambulancia privada, responde con celeridad, lo llaman Código Rojo, se anuncia su llegada en minutos, pero, han pasado diez insistiendo, intentando la respuesta emergente del Servicio de Emergencias 911, valga la redundancia. La respuesta definitiva de este, ha sido, terminante: “agüita azucarada, debe ser una baja de azúcar”. ¡Qué profesionalidad!, sin datos ni historia, ha decidido quien trata la llamada, que esa es la solución. El auditorio, incrédulo, con su pensamiento en la dirección de un infarto o derrame, desechan por siempre el servicio público del que todo ciudadano debería beneficiarse.

Vergonzoso, inaceptable, se cerró la comunicación, llegó la ambulancia privada, con médicos responsables, sin preguntas ni respuestas, hicieron lo suyo y salvaron a un ciudadano quien, en cuanto requirió del Servicio Público 9-1-1, perdió su derecho a la salud cuando entró en estado de inconsciencia.

mcardenas@elcomercio.org

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