¡El J., señorita, el J.!

Reavivo la memoria de mi rabia y la transmito, para devolverle sentido en su lectura. Victoria, antigua y querida empleada doméstica, en cuya amistad confío, me cuenta, entusiasta: -ya mismo entra mi nietito a la escuela, queremos que sea alguien en la vida.

Este ‘ser alguien’ rebota en mí como un golpe. ¿No basta ser un ser humano, para ‘ser alguien’? No, no basta. Ni basta con tener una abuela que trabaja aún de sol a sol por darle aunque mínima parte de ese todo sin fin que el consumismo concibe para no saciar. El niño cambiará de sus manos trabajadas, que, de cansancio, apenas acarician, a manos de maestras o maestros… Pero no digo nada, ¿para qué?

Ahora, que los buenos maestros perdonen lo que cuento; que reflexionen sobre sí mismos y su saña; que rectifiquen y mejoren. J. tenía diez, once años. Separados sus padres, él, siempre borracho, retuvo J. a escondidas; la madre se quedó con el hijo más chico, soñando en secreto recuperar a J., para sacarle del pavor en que vivía. Arriesgó todo en su viaje a la Costa: habló, buscó, encontró y trajo a Quito al pequeño. El padre nunca lo reclamó: ¿pensión alimenticia?: ¡sueño de otra época! En Quito, a buscar escuela. J., tímido, miraba al cielo buscando las estrellas con una especie de telescopio que se había inventado; las estrellas o el mar, sin metáfora: fue así.

A base de palancas, se consiguió que una ‘prestigiosa’ escuela pública lo recibiera. J. apenas se comunicaba, pero parecía avanzar; un día, al llegar a casa, se acostó sin comer la sopa calentita y a la mañana siguiente conminó a su mamá: ya no vuelvo a la escuela.

Ella hizo cuanto pudo para entender su obstinado silencio; la maestra no sabía nada, dijo, no entendía nada, pero la madre de un niñito amigo de J., contó a Rosa: “Verá, ñora Rosita, mijo me dijo que la profesora les había dicho el otro jueves, en la clase: -A ver niños, (eran no menos de cuarenta alumnos) ¿cuál de ustedes no se ha cambiado de ropa desde que entró a la escuela? ¡Cuál?, insistió ante el silencio general. Y una voz casi unánime gritó: ¡El nuevo, señorita, el J., el J., el nuevo! Así, ‘quedaron bien’ ante la maestra.

Historia de estupidez, resentimiento y jactancia que se une a otra más reciente: M. afroecuatoriano, inteligente, de grandes y bellos ojos, empieza a los cinco años su escolaridad en una escuelita pública. A los pocos días, trae a su buena abuela, en medio del llanto, una noticia: ‘un niño me orinó encima, abuelita, y la señorita se reía, se reía’…. Son historias extremas y atroces que no puedo olvidar; quizá sirvan de algo, aunque sé que no son excepcionales. Muchos de entre nuestros maestros, (maestras en estos casos) llevan consigo una hez de rencor que ‘para desahogarse’ vierten en los niños. Maestros pobres halagan y adulan a los niños menos pobres o ‘ricos’ y ofenden más a los que nada tienen… Insultan, critican. Proyectan en ellos sus complejos y culpas, para impedirles que sean ‘alguien’. ¿Lo son ellos? No lo sé.

scordero@elcomercio.org

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