Si frente a las próximas elecciones presidenciales el ciudadano se halla perplejo por el insólito número de candidatos, el desconcierto será bastante mayor frente a otra de las papeletas que deberá depositar en las urnas: la de la elección de asambleístas.
Además, en este caso influirá para la incertidumbre la evidencia ciudadana de que con su voto participa en la integración del organismo más desprestigiado y con menos credibilidad del sistema democrático.
La Constitución de Montecristi bautizó al Congreso como Asamblea Nacional, a imagen y semejanza de la de la Venezuela chavista. Y esa función del Estado fue desde entonces de mal en peor hasta tocar ahora fondo. Para muestra, basta el dato proporcionado por el mismísimo Presidente de la Asamblea: sesenta asambleístas tienen cuentas con la justicia pues son investigados y se hallan incursos por varias causas en procesos judiciales.
Décadas atrás, los congresos se desgastaban en las inútiles pugnas con el Ejecutivo; las broncas interminables minaban el prestigio de aquellos. En la década correísta se pasó al otro extremo: la subordinación de la mayoría oficialista a la voluntad omnímoda del Presidente de la República. La ironía popular halló una designación que caía como anillo al dedo para esos asambleístas: la de alzamanos. La renuncia a los deberes fiscalizadores terminó por pasar la factura más onerosa al país: la abultada y generalizada corrupción. Una derivación de ese podredumbre que todo lo penetra ha alcanzado en estos mismos días a legisladores bajo sospecha sujetos a procesos judiciales. ¿Podía caer un Congreso más bajo?
La Legislatura necesita de una cirugía mayor para extirpar el mal, pero también para recobrar su credibilidad. Se requieren cambios profundos, como los propuestos por el Comité por la Institucionalización de la Democracia de reducir el número de diputados y regresar a un Congreso bicameral, con una cámara de diputados y otra de senadores. Estos últimos tendrían a su cargo los procesos para elegir autoridades de control, tan mal llevados por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, que debe eliminarse.
Sin embargo todo esto requiere una reforma constitucional. ¿Qué hacer en lo inmediato? Al menos debería reducirse el número de asesores con que cuenta cada asambleísta. Esos “asesores” implican un alto costo para el erario público y han dado lugar también a hechos de corrupción como el cobro de diezmos.
Lo principal es exigir a partidos y movimientos depurar sus listas de candidatos. Se requieren atributos intelectuales y preparación para legislar y fiscalizar y, sobre todo, una honradez libre de mancha y sospecha, lo cual implica excluir ipso facto a los procesados… La depuración de la Legislatura pasa por el voto responsable e informado de los ciudadanos.