Para identificar la bondad o perversidad del hombre debemos adentrarnos en lo más íntimo de su ser. Calificar los sucesos al amparo de la derivación de ellos es quedarnos en su epidermis, que refleja nada más que lo permitido por el actor. Éste es un gran defecto de la sociedad actual: mirar al hombre como desnudo exponente de actuaciones, sin ponderar lo que se encuentra tras de ellas a título de intenciones. En el marco de la filosofía platónica, el conocimiento del “bien” tiene dos fines concurrentes, cuales son hacer sabio al hombre y hacer de éste un hombre de bien.
Según la teoría platónica, “(…) para ser sabio se necesita primero conocerse a sí mismo, porque el conocimiento no lo es de afuera, sino que está en uno mismo”. Solo quien conoce el bien es capaz de empatarlo con el mal; el mal, por defecto, es aquello contrario al bien. El bien en tanto que virtud no se da en un proceso de enseñanza-aprendizaje, sino como secuela de una superación de la ignorancia. En Protágoras encontramos que “La ignorancia es entonces el origen de todos los males”.
Para Sócrates, una vida sin examen – sin superar la ignorancia como carencia del conocimiento primero de uno mismo – no es digna de ser vivida. No puede darse un mal a menos que el hombre esté “consciente” del bien, no solo que lo conozca. Ello nos lleva a la esencia misma de la perfidia y la vileza. El ser humano incapaz de tomar conciencia del bien, actuará en mal como manifestación de estupidez, definida como la torpeza notable en comprender las cosas (Diccionario RAE).
El hombre malo lo es no tanto por la perversidad de sus desempeños, cuanto por el hecho cierto de que despliega su indignidad en pleno destierro de la alternativa: el bien, que lo conoce y del cual está consciente. El ignorante que “desconoce al” bien – en su doble faceta – de comprensión y conciencia, traslucirá como un escueto indocto al margen de lo pernicioso o no de sus obras. En épocas más recientes nos topamos con el influjo kantiano. En éste, la base del bien y el mal está también en la conciencia, pero en tanto que deber. Por ende, el bien es aquello que responde a una obligación moral, que ontológicamente no admite yerro como símil del mal.
San Agustín empareja el “mal” con la soberbia, al decirnos “La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano”. El soberbio se auto-convence que su trinchera de actuación es su particular perspectiva del bien y el mal. En tal representación consuma su pensamiento y obrar no a la luz de la “razón”, cuanto de su írrita moralidad.
Cualquiera sea la aproximación analítica al bien y el mal, es evidente que el futuro próspero – material y psíquico-armónico – de una sociedad está ligado a la capacidad de reconocer la bondad y la malicia de sus protagonistas.