Es lógico –para quien no esté fanatizado y, además, beba de las fuentes del humanismo– horrorizarse con la matanza de Orlando del domingo pasado. Es lógico. Y es fácil también. Lo que es difícil es empezar a ver la paja o la viga en el ojo propio y admitir que de mil maneras simbólicas o legales matamos a diario, en todo el mundo, a millones de personas cuya opción sexual no se rige a lo que manda un libro sagrado (sea este religioso o laico: una biblia o una constitución).
Pasa en Estados Unidos, pasa en Arabia Saudita, pasa en Ecuador; los ofendemos y maltratamos de tantas maneras (algunas llegan a ser mortales) que ya ni siquiera nos damos cuenta. ¿O sí?
Los matamos moralmente desde los púlpitos (y todos sus equivalentes) de cualquier religión que siga promoviendo, o no condenando, la exclusión, el miedo y hasta el odio por quienes no optan exclusivamente por el binomio sexual-amoroso: hombre/mujer.
A nombre de la fe, se desprecia a quienes no siguen las convenciones acordadas hace siglos por un puñado de señores, cuando la superstición y el pensamiento mágico eran casi las únicas herramientas intelectuales a disposición. Es como si el mandato divino
–en casi todas las religiones– fuese: “Sigan protagonizando y/o permitiendo crueldades sin nombre pero llénense la boca con la palabra amor”. Es vomitivo.
Los matamos legal y políticamente cuando votamos, o no protestamos, por unas políticas públicas y leyes que les niegan la ciudadanía completa. Pasa en Ecuador, donde siguen existiendo ciudadanos de primera y de segunda o de tercera por su opción sexual y su definición de género.
Son pocos los países que reconocen los derechos de los miembros de la comunidad LGBTI a casarse y tener/adoptar hijos, como el resto de sus conciudadanos; el Ecuador no está en esa afortunada lista. De hecho, en este país, según dijo su Presidente en una entrevista con Rafael Cuesta, publicada en Youtube en el 2014, el matrimonio igualitario es, si acaso, la prioridad 1 001 para el Estado que él –con el voto de la mayoría– dirige; entonces la adopción, ni soñarla. Pero los impuestos sí tienen que pagarlos completos, a tiempo y con buena cara, porque para esos fines sí son ciudadanos ecuatorianos.
Los matamos afectivamente desde sus propias familias cuando les negamos el amor y la aceptación; cuando los juzgamos, escondemos, rechazamos o queremos forzarlos a cambiar. Esta es quizá una de las formas más dolorosas e incomprensibles que tenemos de matarlos. Lastimosamente, es muy común.
Los estamos matando, todo el tiempo, con nuestra indiferencia ante su drama humano. Una indiferencia que es imperdonable, y que tratamos de disimular horrorizándonos un poco con noticias como las de Orlando.
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