El domingo 26 de junio (26-J) se celebran elecciones generales en España. La falta de acuerdos y consensos para formar gobierno entre las principales fuerzas políticas representadas en el Parlamento, luego de los comicios del 20 de diciembre, ha forzado a que los españoles acudan nuevamente a las urnas.
Lo harán, en su gran mayoría, con un sentimiento no solo de molestia e indignación con la clase política sino de frustración y desesperanza. Vale aclarar que esto no es nuevo. Se ha venido agudizando en los últimos años, especialmente desde el 2010 cuando la crisis económica golpeó con mayor fuerza a la población y al mismo tiempo se multiplicaron los casos de corrupción, salpicando por igual a los partidos tradicionales (PP, PSOE y CiU).
Un informe publicado recientemente por la firma Metroscopia señala que apenas el 26% de la población está satisfecha con la democracia. El 74% se declara insatisfecho. Desde inicios del nuevo milenio ese índice se mantuvo en el 60%, el cual comienza a bajar cuando se da la crisis financiera internacional en el 2008. A diferencia de otros países europeos, el Gobierno español de ese entonces no supo hacer frente a la crisis. Luego de cometer errores en materia económica y hacer importantes recortes en el campo social, las tasas de desempleo y la desigualdad han ido en aumento. De ahí el malestar con la clase política.
Esto se corrobora con los niveles de desafección ciudadana. Actualmente, a junio del 2016, cerca del 95% de la población evalúa la situación política como mala y muy mala. Apenas el 2% como muy buena y buena. Es curioso que nunca antes, incluso cuando se presenta la crisis financiera y se hicieron públicos sonados casos de corrupción, la brecha entre quienes calificaban como positiva o negativa la situación política no fue tan grande. Este 95% nos lleva a pensar que el descontento es grande y se ha venido acumulando con el tiempo, con muy pocas esperanzas de que esto pueda cambiar por acción de la clase política.
Pese a que en España los procesos electorales se han caracterizado por ser libres, competitivos y transparentes, base fundamental de las democracias representativas, las cifras que acabo de presentar nos dan otro mensaje. En efecto, el cumplimiento de ciertas formalidades no implica mayor satisfacción y optimismo con la democracia. Algo anda mal. A diferencia del pasado, lo importante ahora no son solo los procedimientos, sino sobre todo los resultados.
Percepciones que ahora comenzamos a compartir desde América Latina con España. Molestia, indignación y frustración no solo por la década perdida de los años noventa sino también por la década desperdiciada con los regímenes ‘postneoliberales’ y ‘progresistas’. Argumentos suficientes para ser escépticos, críticos y desconfiados con una clase política que ha usado la democracia para el logro de sus propios intereses. Sí, democracias frustradas, ¿un nuevo capítulo de la historia política de España y de América Latina?
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