El delito de opinión

Gena Faludy tiene 16 años y vive en un modesto barrio en las afueras de Budapest. Corre el año 1947. Durante el allanamiento a su casa, un funcionario de la policía política –que recibía órdenes directamente del Partido Comunista y no del Gobierno de Hungría- encuentra en el diario personal de la adolescente una palabra: Democracia. La interrogan: Por qué escribió esa palabra. Respuesta: porque la escuchó y no sabe qué significa.

La anotó para no olvidar la extraña palabra y luego preguntar a sus profesores. Faludy fue detenida de inmediato.

Los largos interrogatorios que sufrió tenían como objetivo asociarla a una conspiración inexistente. La torturaron. Terminó firmando una confesión escrita en ruso, lengua que no conocía. Allí se decía, entre otras cosas, que en un bosque ella se entrenaba en tácticas militares. Pasó 10 años confinada en un campo de concentración.

El caso de Gena Faludy, uno entre las millones de oprobiosas historias semejantes que ha producido el socialismo real, ilustra cuestiones de fondo en relación con delitos de opinión (más adelante los historiadores demostraron que Gena y otros 10 000 húngaros fueron detenidos ese año y enviados a campos de concentración para cumplir con la cuota que comunistas de Moscú habían impuesto a los de Hungría). Todo condenado por opinar es un prejuzgado. Ha sido condenado antes de iniciarse el proceso judicial. Condenar la opinión, convertir la palabra en delito, no es un hecho aislado.

Se corresponde con un estado mayor: el poder entra en fase fantasmagórica: escucha voces que no existen, convierte la interpretación en ejercicio de fabulación. El Régimen se desconecta de la realidad y actúa bajo el mandato de sus propios fantasmas. La historia así lo ha demostrado.

Albert Camus sostenía que para alcanzar el punto donde se castiga la opinión previamente ha debido producirse una degradación, un deterioro moral. Convertir la idea distinta o disidente en un delito, asumir el pensamiento de otro como negatividad pura, exige haberlo trastocado en sujeto de odio.

En ser aborrecible. Antes de comparecer al tribunal, el acusado ha sido estigmatizado y sentenciado. Un dato esencial del poder totalitario es la eficacia para lograr que todos sus agentes y funcionarios adopten un sentimiento de bruta hostilidad hacia todos los que considera sus enemigos. La práctica del socialismo real se soporta en una premisa: todo pensamiento autónomo y diferente al credo oficial, es un peligro.

Quien formule pensamientos fuera de las reglas del poder, debe considerarse un “enemigo interno”. Ese enemigo interno, además de ser castigado por pensar de forma autónoma, cumple otra función: la de advertir al resto de la sociedad del riesgo inherente de pensar de otro modo.

El condenado por opinar resulta objeto de propaganda oficial: hace posible que la fantasmagoría del poder, su visión torcida y morbosa de la disidencia, adquiera realidad en el castigado: el poder aspira a presentarlo como la evidencia del peligro que la palabra entraña.

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