Escribo este artículo basándome en mi experiencia personal como abogado y como legislador: la labor legislativa -tramitar, elaborar y aprobar leyes- es compleja y difícil e implica una grave responsabilidad. La ley, que busca regular las actividades del estado y la sociedad y garantizar los derechos y los actos de los ciudadanos, debería trascender del simple y concreto interés personal o de grupo. Quienes la dictan deberían anhelar convertirla, en lo posible, en un instrumento eficaz e idóneo para ordenar las relaciones sociales y buscar el bien común. No todos los ciudadanos, contrariando una equivocada interpretación de la democracia, están preparados para ejercer con acierto esa tarea fundamental.
Un legislador (siempre será importante plantearnos el deber ser y el contenido ético de la actividad pública) debería reunir algunas condiciones irrenunciables: pensar y actuar con sentido nacional y no en función de intereses particulares o coyunturales, o de un proyecto político; honestidad, independencia, experiencia y madurez; formación jurídica básica; información y conocimientos de la materia sobre la que pretende legislar; dominio y uso correcto del idioma, para redactar las leyes con claridad y concisión. Una ley mal elaborada, con imprecisiones y vacíos, incongruencias y ambigüedades, siempre será, al momento de su aplicación, fuente inagotable de distorsiones y de desavenencias y conflictos.
¿Los innumerables candidatos a asambleístas,
que en estos días ensordecen el ambiente con sus declaraciones y discursos, reúnen los requisitos que he señalado? Salvo la existencia de insuficientes excepciones, ¿tienen una noción clara de lo que significa ser asambleísta? ¿De la importante función que asumirían? ¿Del uso de los mecanismos adecuados para dictar buenas leyes? ¿De la necesidad de fiscalizar, con seriedad y hondura, los actos de los poderes públicos? ¿Han leído por lo menos la Constitución vigente? ¿Han planteado la necesidad de recuperar las atribuciones tradicionales de la legislatura? ¿Cuál es su actitud frente a la deficiente, intervencionista y represiva legislación impuesta por la ‘revolución ciudadana’?
El utilitarismo electoral ha triunfado. Los partidos y grupos políticos, buscando ganar las elecciones y olvidando la prioritaria obligación de ejercer con seriedad los cargos que pretenden alcanzar, presentan candidatos sin la más elemental preparación. Las listas se llenan con “personajes populares”, como si legislar equivaldría a entretener al público desde un escenario o patear con acierto un balón. Los resultados ya están a la vista: asambleístas mediocres y sumisos, incapaces de analizar y debatir los proyectos, adocenados y aptos para la alcahuetería y para garantizar la corrupción y la impunidad. Es la degradación de la democracia y, por supuesto, de la política y de las difíciles y trascendentes tareas legislativas.