Bravatas, pequeñeces, torpezas: vivo, vivísimo, carente de toda sutileza; de incultura proverbial, como lo es su machismo. ¡Ah, las tres borregas engalanadas volando a ser recibidas por ‘su’ presidente que, los brazos abiertos y la sonrisa de oreja a oreja, se dirigía a ellas como al regalo que le era devuelto en mohines y emocionados pasos!: Las Gabys recibían en su abrazo el premio a la docilidad satisfecha con la que presidirían la Asamblea durante un tiempo falaz. Todo ostentación, mentira y desafío, sabatinas repletas de desprecio adornadas con folclóricas y falsas camisitas. Exhibía su religiosidad ficticia de rodillas ante el altar, las manos en gesto de oración; sus cambios gestuales pasaban –vayamos a sus fotos- de la sonrisa cándida a un rostro grueso, de brutalidad animal.
La incapacidad patológica de aceptar la crítica más elemental explica su estrechez espiritual.
Combina la dulzura estudiada con el instinto grosero que desahoga en desbordada actividad tanto como en insultos, ataques, burlas y vulgaridades que, para nosotros, felizmente, pasaron.
Lo sabía todo (de admirable memoria abonada con maldad, miseria y rencor), nunca imaginó la decencia, ni atisbó por un instante que su vicepresidente pudiera remplazarlo sin ponerse a sus pies de agradecimiento, y sin ayudarle a esconder sus tropelías y excesos y los de su tropa, gracias a esa institucionalidad bien armada a su favor que pretendió dejarnos, para cumplir el sueño de la reelección indefinida que, muy a lo ALBA, dejó prevista para sí y los suyos.
Anteayer desahogó en España su encono ante un populista y condescendiente entrevistador, al referirse a nuestro presidente actual: “Ha sido un impostor profesional, un lobo disfrazado de cordero, sin convicciones, pero yo creo que también hay algo patológico. Algunas veces, las personas que han sufrido una tragedia como la que él sufrió –él era un deportista, le metieron un balazo en la espalda y quedó condenado a una silla de ruedas– guardan una amargura, una frustración con la vida, una frustración hacia los demás que no han sufrido esta desgracia que cuando tienen poder desfogan esa amargura”. “Nosotros creemos que va por ahí también el asunto, porque es demasiado grave ya, es patológico”.
Pocas palabras nos lo revelan mejor; exhibe su amargura, su megalomanía, su ignorancia de sí mismo y de la condición humana, en la imperdonable ligereza de sus juicios sobre el actual presidente ecuatoriano: en lugares comunes sin ingenio ni penetración, califica la conducta de miles de personas que, imposibilitadas físicamente por una desgraciada circunstancia, suelen volverse mucho más sensibles ante el dolor de los demás y comprenden, en la tremenda pérdida, en el sufrimiento, el valor de lo que es esencial.
‘El mal es tan malo, que junto a él el bien parece un mero accidente’, escribía Chesterton. Y sin embargo, el humor del escritor inglés transmitió el bien, a cuyo acrecentamiento y despliegue debemos contribuir. ¡Avancemos sin más dudas, presidente!