Copio este párrafo surgido de una vida fructífera y sincera, existencia clásica nutrida del antiguo saber griego y de su empeño por la búsqueda de la verdad y la plasmación de la belleza, y examinada ejemplarmente a la luz del cercano escozor de la muerte:
“Vendrán las catástrofes y las ruinas; el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra: las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas; …algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos; con esa intermitente inmortalidad”.
Son palabras de “Memorias de Adriano”, libro infinito en el cual Marguerite Yourcenar, la primera mujer miembro de número de la Academia Francesa, recrea la vida y obra del emperador Adriano, una de las figuras más trascendentes del antiguo Imperio Romano. En mi relectura de este libro asumo que si fueron posibles años de paz, de reconstrucción y reconstitución del Imperio, fue porque Adriano, el emblema de cuyo gobierno fue la búsqueda de pacificación con antiguas colonias: reconstrucción de lo destruido en guerras inútiles, renuncia a seguir dilatando las fronteras con guerras de conquista, comprendió que la violencia no beneficia al gobernante y rebela y duele a los gobernados. Golpes verbales y físicos, amenazas, represiones, odio; insultos que desdicen más de quien los lanza que de aquellos a los que van dedicados, solo logran división y ruptura.
Esta hermosísima carta se dirige el futuro emperador Marco Aurelio, hijo adoptivo de Adriano, filósofo estoico cuyas “Meditaciones” se describen como un monumento exquisito, sabio y tierno, al gobierno perfecto. El heredero de Adriano, pensador y filósofo, ‘último de los cinco grandes emperadores romanos’, tuvo que enfrentar catástrofes, ruinas y desorden, pero pacificó, reconstruyó, basó su gobierno del inmenso imperio en el saber estoico, al tomar las obligaciones del poder como obra de amor. Gobernó, en la convicción de que la benevolencia es una fuerza invencible y experimentó como emperador que vivir sin ostentación es proteger un tesoro inigualable. Ante estos ejemplos en horas de incertidumbre, preguntamos qué puede esperar un pueblo si se le obliga a sufrir gobiernos demagogos, populistas, liderados por analfabetos funcionales… Envidio el sentir y obrar clásicos de estos gobernantes filósofos: sus lecturas, comentarios y cartas, la obra, cada paso e, incluso, cada desacierto suyo fueron y son ejemplares.
Aspiremos a gobiernos sabios, limpios. Sin desesperar, como Ulises un día, divisemos nuestra ‘humilde Itaca’. Atrevámonos a luchar por la ‘intermitente inmortalidad’ de auténticos hombres de Estado: “No todos nuestros libros perecerán”.