Bebo una pilsen en Praga y tiemblo al recordar la primera vez que crucé la temible Cortina de Hierro que separaba al capitalismo del comunismo.
Corría el año de 1977, en plena Guerra Fría, y el tren que venía desde Frankfurt se detuvo en la frontera con Checoeslovaquia. Sin saberlo, yo llevaba bajo el asiento un paquete con esas primeras calculadoras digitales llenas de botones, con una pantallita roja, que eran el último grito de la tecnología pues servían para realizar numerosas operaciones matemáticas.
Tal como en las películas de espías, los guardias con sus fusiles y sus perros pastores recorrían el andén mientras dos funcionarios subían a revisar y sellar los pasaportes. El chico yugoeslavo, simpático, que hablaba un poco de inglés y juraba que el comunismo era el peor sistema del mundo, me había dejado encargado bajo el asiento el paquete diciendo que eran libros o algo así y se había marchado a otro vagón. No me sorprendió mucho pues era lo mismo que hacían las cacharreras cuando uno viajaba en bus desde Tulcán: repartían entre los pasajeros su pequeño alijo de galletas y café, que recogían pasada la Aduana de Yaguarcocha.
Pero mirando a los guardias recordé que aquí reinaban los rusos y que podía tratarse de propaganda subversiva. Al borde del infarto, fumaba en el pasillo (gloriosos días en los que todos fumábamos) rogando que en Siberia, a donde me enviarán con toda seguridad, no estuviera haciendo demasiado frío. Pero el funcionario simplemente selló el pasaporte y continuó por el vagón casi vacío.
Nos adentrábamos en territorio checo cuando reapareció el yugoeslavo con su risa contagiosa y me mostró el contenido del paquete. Le dije que era un cabrón, pero él adujo que solo estaba ‘introduciendo el capitalismo en el bloque soviético’ y me invitó a tomar un trago en Pilsen, el pueblo donde en 1842 inventaron el tipo de cerveza que dio nombre a todas las pilseners del mundo. Abierto a la aventura, bajé con él en la estación y empezamos a beber esa cerveza deliciosa, un poco más amarga y densa que la nuestra. Y resultó que el yugoeslavo tenía amigos y amigas a quienes había traído discos de Pink Floyd y unos jeans que las volvían locas de alegría, de modo que la farra duró hasta el amanecer.
Luego vine a dar a Praga, que en 1968 había vivido aquella primavera democrática aplastada por los tanques soviéticos. Fue un acto tan brutal y masivo que los checos lo comparan con la ocupación nazi. Lo único bueno del aislamiento de esa época era que se llegaba a una ciudad preciosa, anclada en el pasado, donde no se veía un turista occidental ni de casualidad, de modo que este servidor pudo admirar a sus anchas el reloj astronómico y caminar a solas por el puente de Charles, algo imposible ahora que el consumo y el turismo masivo lo han contaminado todo y el país se dividió. Solo la cerveza sigue exacta y eso lo arregla todo. ¡Salud!