Una vez más, con el triunfo de Andrés López Obrador en las elecciones del día domingo en México, se hace evidente que gran parte del electorado brinda apoyo a personajes a los que les entrega un voto de fe, sin mirar ideologías ni afinidades políticas, simplemente otorgan su respaldo porque esos candidatos logran encajar y dar respuestas, aunque sin sustento, a sus demandas postergadas, a la sensación de abandono que les embarga, a sus aspiraciones que consideran que el “status quo” no las ha atendido. Probablemente algo de eso ha ocurrido en el país azteca para que el candidato triunfador obtuviera un apoyo inédito, que rebasa lo que predecían las encuestas y configurándose el hecho de que aunque los dos principales partidos que le hacían competencia hubieran participado juntos, de igual manera habrían sido derrotados en las urnas. El triunfo es inobjetable, pero desde ya dispara las interrogantes por saber si una vez en el gobierno se inclinará por llevar a cabo algunas de sus polémicas proclamas o si actuará con mesura, evitando crear tensiones en una economía que pese a tener muchas circunstancias a su favor, no ha logrado despegar de la manera que muchos lo esperaban.
México conoce lo lesivas que son las experiencias populistas. Sólo tiene que remitirse al sexenio de Luis Echeverría en los setenta que, con un gasto desmesurado, dejó activada la crisis que estalló en la administración de López Portillo. Inflación elevada, devaluación y ajustes fueron los ingredientes que condujeron al gobierno de este último a tomar medidas extremas como la nacionalización de la banca, proceso que después fue revertido por los presidentes que le sucedieron. El daño infringido a la credibilidad del país fue irreparable, tomándole años a la nación azteca reconstruir la confianza de la comunidad internacional.
López Obrador ha ofrecido una lucha implacable contra la corrupción, pero su propia gestión al frente de la Jefatura del Gobierno del Distrito Federal no ha estado a salvo de polémicas por la entrega de contratos de obra pública a empresas de amigos cercanos, como fue denunciado en la campaña electoral. Sin duda allí le espera un desafío colosal. El otro, disminuir la violencia que ha alcanzado niveles escandalosos por la lucha entre grupos que controlan el ilícito negocio de las drogas. Dos retos inmensos.
Como hábil político que responderá a su instinto de supervivencia, quizá se vea tentado a dar golpes de efecto que le deparen el apoyo de quienes lo respaldaron. La pregunta está en qué tanto les servirá aquello a los que, ilusionados en aliviar sus necesidades, confiaron en sus palabras; o, por el contrario, si medidas de cuño populista posterguen el desarrollo de la segunda economía latinoamericana y hundan más en la frustración y desesperanza a los que avalaron sus ofrecimientos. La verdad es que los pueblos poco aprenden de las lecciones que les ofrece el pasado. Pero quizás los políticos, con algo más de agudeza, sí puedan realizar una lectura de cuál es el camino que inequívocamente les conducirá al desastre.