Leer un libro es una de las más alucinantes aventuras de la mente. La lectura, aparte de ser un ejercicio de desciframiento e interpretación de un texto, es un diálogo interiorizado con una inteligencia ausente que se expresa a través de esa entidad tangible y muda que es el libro; una experiencia subjetiva que acapara todas las facultades del lector: razón, memoria, imaginación, emotividad; experiencia irrepetible y pasajera que deja en la mente un sedimento de impresiones y conocimientos. Si mediante la escritura el ser humano se apropia del mundo y transmite a la posteridad el testimonio de su paso por la historia, por la lectura supera esa situación que es propia de la humana condición: su aislamiento y soledad y, al contrario, lo integra al conocimiento del universo del que procede y al cual aspira retornar.
En sus “Confesiones” cuenta San Agustín que su conversión a la fe cristiana se inició un día en el que, abatido por sus indecisiones, caminaba por un bosque cuando, de entre la enramada, escuchó la voz de un niño que recitaba una cantilena que decía “tolle lege, tolle lege”: toma y lee. Aquello fue, para él, una auténtica epifanía: en sus manos tenía las cartas del apóstol Pablo, su lectura le abrió, al fin, ese camino que anhelaba. Al reflexionar sobre su experiencia, Agustín, un lector consumado, formuló, sin pretenderlo, la primera teoría de la lectura en Occidente.
Toma y lee: puede ser el llamado que un lector hace a otro lector para que siga su ejemplo; un “conócete a ti mismo” a través de la lectura; una disciplina que desvanece las tinieblas que nos sumen en la ignorancia.
Al pasar de la letra al espíritu, el lector asciende en la escala del conocimiento. La “lectio” se convierte en “meditatio”. De ahí el descubrimiento agustiniano de la “certeza interior”, de ahí su convencimiento de que la verdad hay que buscarla al interior de uno mismo.
Leer en silencio es cosa moderna. Supone disponer de un ámbito tranquilo, un espacio para la lectura (“la habitación propia” de Virginia Woolf), el estilo de vida de la burguesía que ya lo encontramos, y con creces, a finales del siglo XVI con Montaigne. El arte de la recitación –placer para el oído y la imaginación y que, al parecer, hoy se halla en extinción-, rememora los gozos que los aedos de otros tiempos solían ofrecer a refinados auditorios cuando, con voz sonora y pausada, declamaban los cadenciosos versos de Homero.
Hoy vivimos una civilización del ruido y en la que el silencio que auspicia la lectura ha sido sustituido por la irrupción de la imagen estrepitosa. La masa no lee; el lector silencioso y solitario ha pasado a ser un excéntrico. Modificar las formas esenciales de la percepción es edificar una civilización que, a la postre, hará del hombre un ser cada vez más melancólico y menos humano.