Dante Alighieri, el escatológico viajero de ultratumba, nos cuenta en La Divina Comedia que en el dintel de la gran puerta del Infierno vio escritas estas sombrías palabras: “Por mí se va a la ciudad doliente; por mí se va a las penas eternas… Vosotros los que entráis, dejad aquí toda esperanza (lasciate ogni speranza)”. Cuando muere la esperanza la vida ha terminado. Mientras tanto, con cada día que llega siempre habrá un todavía…
Esperar es una actitud privativa del ser humano, tanto que una de las maneras de definirlo es “Homo esperans”, el que espera. Y puesto que el hombre está hecho de tiempo y, más aún, es conciencia del tiempo, siempre anida en él la esperanza de un porvenir. No se espera lo que ya se tiene o lo que no puede llegar a ser. Si partimos de un humanismo esencial, todo hombre se conoce a sí mismo cuando empáticamente se reconoce en el otro; soy lo que él es, siento lo que él siente. De esa solidaridad nace el “nosotros”. Cada uno lleva en sí, la humanidad entera. Somos uno y somos el universo. Vivimos por la esperanza, y por ella nos proyectamos a una posteridad. La esperanza está inmersa en la eterna búsqueda de felicidad. Es el motor de la vida, la resurrección cotidiana.
El positivismo del siglo XIX desacreditó la esperanza por considerarla un extravío idealista, la enajenación del alma religiosa. (Para el cristianismo, la esperanza es –junto a la fe y la caridad- una de las tres virtudes teologales). Nietzsche volvió al pesimismo del mito griego de la Caja de Pandora cuando afirmó que “la esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”. El discípulo de Zaratustra no alcanzó a ver aquello que Marx vislumbró: que la esperanza nutre todo ideal, toda utopía revolucionaria.
Cuando hablamos del hábito de esperar no nos referimos a algo necesariamente material sino, como afirma Fromm, a llegar a “una vida más plena, un estado de mayor vivacidad, una liberación del eterno hastío o en término teológico, la salvación”. Ello no es posible con el aventurerismo radical del falso mesías; no es posible cuando se desprecia la realidad, se suprime la libertad y se estigmatiza lo privado. En tales circunstancias el desaliento suplanta a la esperanza.
La esperanza no es pasividad, no es la indolencia de aquel que se sienta a la vera del camino a esperar que pase la fortuna. No es resignación. Quien no siembra, nada cosecha. La esperanza es un quehacer como otro, una forma de ser, un estado de alerta frente a la vida. El hombre es el gestor de las transformaciones, los pueblos hacen la historia y los cambios no ocurren por el simple devenir del tiempo. La esperanza es el sueño del hombre despierto, decía Aristóteles. Y como tal, un sueño que día a día nos esforzamos por hacerlo tangible. Solo así habitaremos un día los mundos que soñamos ahora.