La autonomía política es un concepto milenario. Lo plantearon los griegos como condición imprescindible para la democracia. Sintetiza la necesidad y la posibilidad de que la sociedad se dote de sus propias normas de convivencia, de sus leyes. Para ello, la sociedad define la forma de Estado que más le conviene.
No a la inversa, como han pretendido infinidad de proyectos autoritarios y totalitarios. Creer que el Estado tiene la potestad de establecer el proyecto de vida de una comunidad conspira contra el derecho más sustancial de los seres humanos: la libertad.
En el siglo XX, la humanidad padeció la expresión más refinada de estos proyectos de sometimiento de la sociedad. La fobia a la diversidad y a la diferencia anidaba detrás de muchas políticas, disimuladas bajo la retórica de los intereses superiores del Estado. Los efectos del fascismo y del estalinismo fueron tan rotundos que hasta ahora cosechan émulos y seguidores.
En su arremetida contra las universidades ecuatorianas, el correísmo se ha alineado con estas dos corrientes políticas; ha destapado su imaginario más recóndito: el control de las ideas y la sumisión de la razón. La normativa para la asignación de becas, recientemente acordada con algunas universidades, apunta a la homogenización ideológica de la educación superior. Es el paraíso de la regulación tecnocrática, la total burocratización del pensamiento.
Sorprende que la mayoría de universidades involucradas en el proceso hayan aceptado este condicionamiento. La decisión implica una alarmante renuncia a su autonomía; quedarán indefinidamente condenadas a admitir un ejército de becarios afines al partido de gobierno. Quien controle el fondo seleccionará a los candidatos. Creer a estas alturas en la neutralidad del Estado es una ingenuidad inaceptable. Peor aún con un régimen tan autoritario y discrecional como el de Alianza País.
La conquista de la autonomía universitaria es uno de los mayores hitos de las luchas libertarias en América Latina. Se la planteó precisamente como dispositivo para evitar la injerencia gubernamental –particularmente de las dictaduras militares– en los recintos universitarios. Próximamente se celebrará un siglo de la reforma universitaria iniciada en Córdoba.
No es casual que las luchas por la autonomía universitaria en América Latina hayan sido lideradas por las facultades de ciencias sociales y políticas. Esos son los ámbitos propicios para desarrollar un pensamiento crítico frente al poder. Por lo mismo, tampoco es casual la intransigencia que mantiene el Gobierno ecuatoriano con la Universidad Andina Simón Bolívar y con la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Son dos universidades donde la reflexión y el debate sobre cultura, sociedad y política están a la orden del día.