La privatización de la mirada

En Quito hemos llegado a la situación de que en cualquier lado al que se regrese a ver, hay un letrero. Están por millones en las calles, en todos los formatos, desde pequeños carteles en los locales hasta vallas gigantes y pantallas deslumbrantes de inverosímiles tamaños. Pero el descontrol es tal que hoy hay letreros encima de las casas, vallas gigantes en mitad de cuadra y últimamente gigantescas letras en sucesivos pisos para anunciar un hotel. Además, están apareciendo en los parterres unas cajas vacías que seguramente son carteleras.

Quito siempre tuvo una reglamentación sobre avisos en la vía pública, y las letras solo podían ocupar un porcentaje de la fachada mientras las vallas gigantes debían ponerse únicamente en las esquinas y a cierta distancia de otras. El concejo bajo la administración Barrera aprobó una nueva normativa que permite colocar las vallas sin respetar las distancias y por eso abundan hoy las que aprovechan ínfimos retiros o jardines a mitad de cuadra. Por si no fueran suficiente contaminación visual, hoy las vallas son sendos letreros luminosos con luces led. Capítulo aparte son la miríada de pantallas gigantes, que distraen cuando no deslumbran a los conductores. ¿De qué asombrarse si el propio municipio puso vallas ilegales, por ejemplo, alrededor del parque La Carolina?

Parece que ya no rige la prohibición de décadas de poner anuncios encima de edificios. Hoy se permite a las grandes inmobiliarias poner sus iniciales y logotipos en los remates, incluso con luces led. Y en muchas partes de la ciudad se ven letreros de almacenes y restaurantes sobre cumbreros y alfeízares, cuando, al menos eso debería desmontar la llamada Agencia de Control que no controla nada. Ya mismo aparecen, como en Caracas, sobre los edificios un jarro gigante de café o una botella de gaseosa.

A esta proliferación del mercadeo se suman los horribles tallarines de cables coaxiales que, en vez de mejorar con la tecnología inalámbrica, se instalan a diario en todos los barrios. En la administración Moncayo aprobamos una ordenanza para que las empresas paguen un canon por utilizar los postes y el espacio aéreo, a fin de financiar con ello el soterramiento de cables. Llegó Barrera y, como en tantas otras cosas, por el prurito de acabar con lo hecho por Moncayo, tumbó la ordenanza y anunció un gran plan de soterramiento. Lo hizo en tres tristes cuadras y los tallarines crecen más que el fideo.

Tomé una frase de Antonio Muñoz Molina para titular esta columna, y añado: lo que hacen estas empresas es quitarnos nuestro derecho al paisaje, impedirnos que como sociedad disfrutemos de la belleza de Quito. Y la municipalidad ha agachado la cabeza, marchando como boba desde hace ya casi una década al ritmo de los privados que colonizan nuestra mirada.

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