Dentro de cinco días, el próximo 3 de julio, se cumplirán 135 años del nacimiento de Kafka, cuya obra es una de las tres claves para entender nuestro tiempo. En mi opinión, las otras dos son las de Dostoievsky y de Nietzsche; las tres configuran la cumbre de lo siniestro (das Unheimliche), en el sentido que dio Freud a esta palabra. Condición y límite de lo bello, lo siniestro hace posible reconocer la belleza como el “comienzo de lo terrible que aún podemos soportar” (Rilke); pero si se torna visible destruirá el efecto estético (Trías). La suya es, por tanto, una presencia ausente. Es la presencia de las razones que hacen de un hombre un escarabajo repugnante; la de los jueces invisibles; la del castillo inalcanzable, la de un guardián odioso e implacable en la puerta de la Ley.
Con Kafka se ha producido, sin embargo, un equívoco. Impresionados por su propia personalidad y por su vida, muchos de sus críticos han rebajado su obra a la condición de un simple documento para probar su inseguridad, sus conflictos familiares, sus compromisos con Felice, sus rupturas e incluso las taras heredadas de la familia de su madre. O sea, se ha hecho psicología y se ha olvidado la literatura, su belleza y su poder de dar testimonio de una época y de las zozobras, las angustias, la grandeza, las contradicciones y las miserias de ese extraño ser que es el humano. Esta confusión ha provocado que se rebaje a Kafka a la situación de uno de los más llamativos casos patológicos de los tiempos modernos, y se ha vuelto la mirada hacia otro lado. Se ha perdido así la posibilidad de descubrir en su obra lo siniestro de una época que ha sido marcada por la degradación de lo humano.
Y no hablo solamente del siglo XX, que fue el siglo de Kafka; hablo de una época que no ha terminado todavía. Si la historia política puede decir que el siglo XX concluyó en noviembre de 1989 y quedó sepultado bajo los escombros del Muro de Berlín, la historia espiritual de nuestro tiempo reconoce que el siglo XX aún no ha terminado: el absurdo descrito por Kafka en sus relatos desemboca en la “posverdad”, contribuye a hacer del nuestro un tiempo inhóspito y pone en evidencia la realidad de un ser que está en permanente búsqueda de una meta a la que nunca llegará, porque tal vez no existe. Como expresa Kafka en una de sus páginas finales, nuestra condición es la del topo que cava galerías subterráneas para protegerse de sus enemigos, y vive luego en la angustia de no poder salir de su propio laberinto.
Si en Dostoievsky encontramos la paradoja de una santidad que solo se alcanza en el mal, en Nietzsche descubrimos que la fuente de toda santidad ya ha muerto, y Kafka, con su escepticismo judío, busca obstinadamente el camino hacia esa fuente ya muerta de una santidad imposible, y la busca aunque la sabe muerta. El secreto de los cielos es que se encuentran vacíos; quizá por eso Hannah Arendt pudo descubrir la banalidad del mal que ha hecho posible su completa universalización.