Todavía recuerdo la primera vez que entré en Notre Dame. Ocurrió pocos días después de haber llegado a París, a comienzos del año 68. Entré solo porque aún no conocía a nadie, pero ya sabía desde antes que una ciudad no se conoce mientras no se camine por sus calles y se visite sus monumentos en completa soledad, para concentrar la existencia en la mirada, porque a la gente se la va conociendo en el camino y en torno a la mesa a la hora de comer.
Pero no estoy seguro de haber conocido Notre Dame en aquella ocasión, si alguna vez llegué a conocerla. Había estado ya en los Estados Unidos, pero a pesar de haberlos recorrido desde Nueva York hasta Los Ángeles, con muchas paradas intermedias, nunca había ido a una iglesia: sencillamente, nunca había pensado que allí hubiera alguna iglesia digna de ser visitada, y espero no haberme equivocado. De este modo, mi única experiencia de entonces me remitía a los templos quiteños, que son siempre capaces de infundir un sentimiento de intimidad, incluso cuando se trata de los grandes templos coloniales. Quizá por eso los fieles experimentan en los templos de Quito una sensación de confianza que les anima a dirigirse a su Dios de tú a tú, tal como se dirigen a un amigo, y aún más, como pueden dirigirse a su padre.
Al trasponer la puerta de la catedral de París tuve una sensación muy diferente. Hacía tiempo que no entraba a ningún templo, ni siquiera de visita, y las dimensiones de aquella construcción me provocaron una sensación de pequeñez que me sobrecogió de tal manera que solo atiné a sentarme en el último banco. Mirando fijamente el inmenso rosetón que espera al visitante en el fondo del ábside, tuve la impresión de que allí no había nadie a quien dirigirse, como no sea a la sombra. Después miré los pocos vitrales del costado que se podía ver desde aquel banco. Rayos de luz atravesaban los vidrios de colores, y podía ver su recorrido desde las altas ventanas hasta el suelo. Más allá, las sombras se adensaban provocándome la sensación de la Nada. ¿Por qué los templos católicos parecen ser casi siempre enemigos de la luz?
Cuando salí, después de haber visto tan poco que era nada, habían pasado cerca de tres horas. Lo que pensé en ese tiempo, sentado entre columnas de piedra que parecían llegar al cielo y teniendo al frente ese enorme rosetón que me provocaba la sensación de un Agujero Negro girando ante mis ojos y sin querer soltarlos, es algo que en muchos libros me costaría repetir. Solo sé que esos pensamientos giran, como el rosetón del ábside, en torno a las ideas de pequeñez y de sombra apenas atravesada por unos rayos de luz y movimiento.
Muchas veces volví después a Notre Dame, pero ya no volveré. Tengo nostalgia de su sombra interior y de su airoso perfil, en el extremo oeste de l’Ile de la Cité. La nostalgia es el dolor por la imposibilidad del regreso: no solo que estoy viejo, sino que el templo ya no existe.