El populismo, la personalización de la autoridad en los caudillos, la degradación de las instituciones, la transferencia sistemática de la potestad legislativa hacia la burocracia, la crisis del Estado de Derecho, la corrupción, que ha llegado a niveles insospechados, y la incidencia de la propaganda sobre las personas, constituyen una suma de síntomas que invitan a pensar en un tema inquietante: ¿ha caducado la democracia? ¿Las falsificaciones que ha sufrido el sistema, están socavando sus fundamentos? ¿La teatralización del poder es legítima? ¿Cómo se justifican las “dinastías” que se han apropiado del poder en nombre de hipotéticas revoluciones?
En efecto, el criminal desangre de Venezuela, la dinastía de los Ortega en Nicaragua, la tragedia del Brasil, la persistencia del populismo en Argentina, pese a sus novelescos escándalos de corrupción, el cacicazgo de Morales en Bolivia, la destrucción de las instituciones mexicanas, la corrupción estructural que sufre América Latina, indican que hay un problema de fondo que debe enfrentarse, si se quiere obrar en consecuencia con la democracia.
Las elecciones han servido para entronizar despotismos, perpetuar regímenes que han perdido toda representación y legitimidad; han servido para anular el Estado de Derecho en nombre de proyectos y revoluciones que odian las libertades. Las elecciones han servido para todo, y muy poco, casi nada, para construir democracia representativa y felicidad política.
La decadencia de la democracia –sí, la decadencia de la democracia enferma- exige, primero, que se admita la gravedad de lo que ocurre, sin hacer lo del avestruz y creer que el problema se subsana con paños tibios; segundo, que se piense seriamente, y más allá de los intereses electorales, en restaurar el concepto de “república”, volver a los sistemas de chequeos y controles y de división efectiva de funciones, revivir la autonomía de la administración de justicia, retornar a la idea de la constitución como un estatuto que privilegie los derechos y ponga freno al poder, prohibir radicalmente las reelecciones indefinidas. Y, lo sustancial, distinguir el populismo de la democracia auténtica, y reconocer que el fenómeno tiene raíces en lo que la gente decide con su voto, porque no hay caudillos ni déspotas si el pueblo no avala sus conductas y añora sus estilos.
Hay que pensar en el papel pernicioso que ha cumplido la propaganda y cómo la publicidad política ha deformado el pensamiento de la gente, ha anulado su capacidad crítica y ha propiciado la transformación de lo que se llama pueblo, en espectador silencioso y consumidor voraz. Ser demócrata no es encubrir la innegable crisis de la democracia. Es enfrentar semejante tragedia y buscarle remedios para que sobreviva y se fortalezca.