Después de diez años de un ejercicio exorbitante del poder, sin límites ni controles, con leyes expedidas a la carta e interpretadas a la conveniencia, con instituciones humilladas, con jueces serviles y ciudadanía atemorizada, tal vez puede resultar extraño, y hasta difícil de entender, que el ejercicio democrático del poder tenga límites y controles; que las leyes se justifican cuando están dirigidas a la realización de la justicia y del bien común; que las instituciones gozan de autonomía; que los jueces deben ser independientes; que la ciudadanía tiene la capacidad de expresarse libremente y ejercer una ineludible atribución fiscalizadora.
Tampoco es extraño entonces que algunos funcionarios, o políticos que aspiran a serlo en los más altos niveles, tengan la tentación de repetir las nefastas experiencias de los diez años de marras.
Podrán decirse, seguramente sin que nadie les escuche, que, en tales condiciones y aprovechando de semejantes ventajas, puede resultar bastante cómodo el ejercicio del poder.
Me parece que algo de eso pasa, por ejemplo, con quienes están aceptando tácitamente la supervivencia del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. Es más fácil, pensarán los presuntos interesados, “negociar” con siete consejeros sin mayor pasado político, que no con ciento treinta y más asambleístas vinculados a los más variados sectores políticos. Entonces surge la tentación: quedémonos nomás con el Consejo, aunque sea un esperpento jurídico.
Las tentaciones adoptan formas sorprendentes. Ocurre ahora mismo a propósito del enjuiciamiento penal a un alto dirigente de la revolución ciudadana. Con los precedentes producidos en aquellos diez años en los que se enjuició a muchos ciudadanos simplemente por haberse expresado con palabras enardecidas lanzadas contra el líder, ¿por qué no hacerlo ahora cuando el culpable es un alto jerarca de la revolución?, ¿por qué no juzgarlo con la misma vara?, ¿por qué no caer en esta agradable tentación?
Pero más allá de lo agradable, lo fundamental, lo que hay que tomar en cuenta es si las leyes que sirven para este efecto son leyes adecuadas; si en un régimen democrático se puede meter en la cárcel a quienes, por la razón que sea, se expresan en forma altisonante, grosera, equivocada, amenazante, instigadora y hasta perversa, cuando de las palabras no se ha pasado a los hechos.
Debemos preguntarnos como sociedad, si la Fiscalía, la Policía Nacional, la Judicatura y hasta el Servicio Exterior deben ocuparse en tales menesteres cuando tienen que cumplir tareas mucho más importantes.
Sirvan estos dos ejemplos para reiterar nuestro punto de vista. Funcionarios, jueces, periodistas, ciudadanos de a pie: cuidado con actuar de la misma manera con la que se procedió en aquella década.
Por placentera que pudiera ser la tentación de ver en la cárcel a tal o cual personaje o ver silenciado a un servicial recadero, no caigamos en ella. La democracia impone límites que no se deben vulnerar.